Saint-Just escribió: «La felicidad es una idea nueva en Europa», y la «búsqueda de la felicidad» está incluso contemplada en la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) como derecho inalienable del ser humano. La conquista de la felicidad se democratiza y acompaña a la sed colectiva de progreso de las sociedades. Pero, a partir del siglo XIX, mientras crece la aspiración al progreso social, surge una crítica de la búsqueda de la felicidad individual. Fundamentalmente, en el seno del movimiento romántico: la infelicidad parece más auténtica, más emocionante, más original. Se fomentan el «esplín», fuente esencial de inspiración, y la estética de la tragedia y del sufrimiento, considerados como meritorios y creativos. Se desprecia, se vilipendia, el anhelo de la felicidad, sentido como una preocupación burguesa por acceder al bienestar y a la tranquilidad. Flaubert da esta definición, llena de ironía: «Ser bobo, egoísta y gozar de buena salud: esas son las tres condiciones para ser feliz. Mas si carecemos de la primera, todo está perdido».10 A ello viene a añadirse una crítica más radical: la búsqueda de la felicidad, en definitiva, no serviría para nada. Bien porque consideramos que la vida feliz depende exclusivamente de la sensibilidad del individuo (Schopenhauer) o de las condiciones sociales y económicas (Marx), bien porque la consideramos como un estado fugaz, «un fenómeno episódico»11 (Freud), desvinculado de cualquier reflexión auténtica sobre nuestra propia existencia. Con las tragedias del siglo XX, los intelectuales europeos se volvieron aún más pesimistas, y la angustia pasó a ser el eje central de sus obras (Heidegger, Sartre), mientras que la conquista de la felicidad fue relegada al rango de las utopías obsoletas.
Frederic Lenoir
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