La experiencia demuestra en efecto que la felicidad está íntimamente ligada a nuestra sensibilidad, a nuestro carácter, a nuestra personalidad. Ciertos individuos están más inclinados que otros a ser felices: porque gozan de buena salud, porque son optimistas y de naturaleza alegre, porque ven espontáneamente el lado bueno de las cosas o porque tienen una estructura afectiva o emocional equilibrada. También me adhiero a la afirmación según la cual nuestras predisposiciones íntimas nos hacen felices o desgraciados, mucho más que nuestras posesiones o nuestros éxitos. Lo que me ha permitido ser feliz a lo largo de los años no es el éxito social o material –aunque hayan contribuido a ello– sino el trabajo interior que me ha permitido mejorar, curar las heridas del pasado, transformar o superar unas creencias que me impedían ser feliz, y también concederme el derecho a realizarme plenamente en el plano personal y social, un derecho que me vedé a mí mismo durante mucho tiempo. En este punto es donde discrepo con Schopenhauer. Aunque tenga razón en señalar que la felicidad depende esencialmente de la sensibilidad y de la personalidad, subestima en gran medida la posibilidad de actuar, gracias a la introspección, sobre nuestra propia sensibilidad para que florezca plenamente y, con ello, cumplir nuestros anhelos más profundos. Además, se observa una curiosa contradicción en el filósofo al postular una especie de determinismo genético y proponer a la vez unas reglas para ser más feliz... Sin duda porque fue muy desgraciado en su vida, Schopenhauer espera de la sabiduría más de lo que él mismo cree. Enfermizo desde su niñez, estuvo profundamente marcado por el suicidio de su padre, cuando él tenía diecisiete años, y durante toda su vida padecería grandes sufrimientos y frustraciones afectivas. Primero fue una pasión no correspondida con una actriz que le causó una violenta decepción. Durante la redacción de su obra maestra, El mundo como voluntad y como representación, mantuvo una relación con una criada que dio a luz un bebé que murió en el parto. Luego, tuvo que renunciar a casarse con una mujer que enfermó gravemente. Más tarde, se enamoró de una cantante que no pudo llevar su embarazo a término. Renuncia entonces a cualquier proyecto de matrimonio. Pero su vida profesional tampoco le procuró alegrías. A pesar de las esperanzas puestas en su libro, este pasa totalmente desapercibido y lo seguirá estando durante más de treinta años. Su carrera como docente también le deparó crueles decepciones: las clases que daba en la universidad fueron regularmente canceladas… por falta de público. Hasta tal punto que tuvo que renunciar, a su pesar, a la docencia. Comprendemos, entonces, su visión pesimista de la vida… sin por ello compartirla. Yo tuve una experiencia lo más opuesta posible, pues realicé ejercicios psicológicos y espirituales que me ayudaron a modificar la mirada sobre mí mismo y sobre el mundo. Pienso, al igual que Schopenhauer, que la felicidad y la infelicidad están en nosotros y que «con el mismo entorno, cada cual vive en otro mundo».5 Aunque, a diferencia de él, estoy convencido de que podemos modificar nuestro mundo interior.
Frederic Lenoir
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