jueves, 13 de marzo de 2025

Una noche tormentosa del verano de 1816, se reunieron en una villa alquilada a orillas del Lago de Ginebra el locatario Lord Byron, sus amigos Percy Shelley y su mujer Mary, el insoportable doctor Polidori y mujeres surtidas por las paternidades, incestos y amores de Byron. Se propusieron contar cuentos de terror para pasar las horas de tormenta. Byron inventó al vampiro; Mary Shelley, al monstruo. Drácula y Frankenstein nacieron en esta Villa Diodati que es posible visitar hoy. La vista ha cambiado poco, pero ahora hay sinfonolas, televisores y mesas de ping-pong. Yo prefiero la visión de la película de James Whale, La novia de Frankenstein, porque allí la actriz Elsa Lanchester encarna a Mary Shelley en 1816 y nos cuenta una historia que sucede en 1935, donde la propia actriz interpreta el papel de la mujer monstruosa creada por el doctor Frankenstein para darle una pareja a su monstruo primero, interpretado por el actor Boris Karloff. El juego del tiempo es fascinante; lo es todavía más el hecho de que estos monstruos a los que la literatura no quiso o no pudo darles nombres —genial sabiduría de Mary Shelley— tienen ahora el nombre que les da su imagen fotográfica.

    El monstruo tiene un nombre gracias a la fotografía. Y ese nombre es el de su creador. El público le da el nombre de Frankenstein al monstruo de Frankenstein. Esto es como nombrar Dios a cada una de sus criaturas. ¿Pero no es el género fantástico, en palabras de Borges, tronco, una de cuyas ramas es la teología?

    Dios no tiene, en la literatura fantástica, peor enemigo que Drácula, el hombre-vampiro que vence todas las leyes divinas y humanas. Fornica sin amor, bebe por necesidad, no desea nada ni nadie salvo su propia inmortalidad, vence a la muerte y no se refleja en espejo alguno. Duerme de día. Mata de noche. Y viaja para huir de su propia leyenda y vivificar sus fuentes de vida y placer: la sangre.

Carlos Fuentes

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