jueves, 27 de marzo de 2025

 La desilusión se tiene por un mal; prejuicio infundado. ¿Cómo podríamos descubrir, si no a través de la desilusión, qué era lo que esperábamos y deseábamos? ¿Y en qué radica el conocerse a uno mismo, sino en este descubrimiento? ¿Cómo podríamos, sin la desilusión, comprendernos a nosotros mismos? No deberíamos soportar las desilusiones con un suspiro de resignación, como si la vida fuera mejor sin ellas, deberíamos buscarlas, detectarlas, coleccionarlas. ¿Por qué me desilusiona que el jugador de ajedrez que veneraba en mi juventud muestre ahora todos los signos de la vejez y la decadencia? ¿Qué es lo que aprendo de la desilusión de saber qué poco vale el éxito? Hay quienes necesitan toda una vida para admitir que los padres lo han desilusionado. ¿Qué es, entonces, lo que esperaban de ellos? Los seres que deben vivir toda su vida atormentados por dolores se desilusionan a menudo del comportamiento de los otros, aun de aquellos que no los abandonan y les administran los medicamentos. Lo que hacen y dicen les parece demasiado poco; también demasiado poco lo que sienten. ¿Qué esperaban, entonces?, les pregunto. No pueden describirlo y los deja consternados saber que, por años, han llevado consigo una expectativa que podía convertirse en una desilusión y que ellos mismos no la conocían. Quien en verdad desea saber quién es debe ser un coleccionista incansable, fanático, de desilusiones y la búsqueda de experiencias desilusionantes debe ser para él como una obsesión, la obsesión determinante de su vida, porque ella le haría ver que la desilusión no es un veneno asfixiante y destructivo, sino un bálsamo fresco y tranquilizador que nos abre los ojos sobre nuestro verdadero ser. Y no debería tratarse sólo de desilusiones que afectan a los otros o a las circunstancias: cuando descubrimos la desilusión como camino del autoconocimiento, deseamos con avidez saber cuánto nos desilusionamos a nosotros mismos, por ejemplo, por nuestra falta de valor o de sinceridad, o por los límites terriblemente estrechos del propio sentir, hacer y decir. ¿Qué era entonces lo que esperábamos de nosotros mismos? ¿No tener límites, ser totalmente distintos de lo que somos? Alguno podría tener la esperanza de que, disminuyendo las expectativas, podría volverse más realista, reducirse a un núcleo duro y confiable y estar a salvo del dolor de la desilusión. ¿Pero cómo sería llevar una vida que prohibiera toda expectativa ambiciosa; una vida en la que sólo hubiera expectativas banales, como que venga el ómnibus? 

Pascal Mercier

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