Muchos placeres de la existencia no requieren esfuerzo alguno: saborear un helado, satisfacer una pulsión sexual, concentrarse en el espectáculo de una buena serie de televisión. Otros exigen más: dominar un arte, iniciarse en el aprendizaje de conocimientos nuevos o practicar un deporte con rigor. Aunque los placeres varían en intensidad, todos son igual de efímeros. Si no lo alimentamos continuamente con estímulos externos, el placer se agota a medida que disfrutamos de él. Una buena comida proporciona cierto placer, pero este disminuye a medida que nuestro estómago se llena, y, una vez saciados, los manjares más refinados nos dejan indiferentes. Cuando determinadas circunstancias (falta de dinero, enfermedad, pérdida de libertad) nos alejan de esa búsqueda insatisfecha del placer, nos sentimos aún más infelices, como «faltos de algo». El placer, por último, no está relacionado con la moral: el tirano o el pervertido disfrutan torturando, asesinando, haciendo sufrir a los demás. Por su fugacidad, su voracidad y su indefinición moral, el placer no ha de ser lo único que guíe nuestras vidas. Sabemos, por experiencia propia, que la búsqueda exclusiva de los placeres fáciles e inmediatos nos acarrea desilusiones, que la búsqueda de la diversión y de los placeres sensoriales no nos procura jamás una satisfacción plena y total. Por ello, algunos filósofos de la Antigüedad –como Espeusipo, sobrino y sucesor de Platón en la Academia– condenaban la búsqueda del placer, y algunos filósofos cínicos creían que el único remedio al sufrimiento era huir de cualquier placer: puesto que este puede llevarnos a la perdición y hacernos infelices, evitemos seguir nuestra inclinación natural, evitemos buscarlo a todo precio.
Aristóteles refuta de manera radical esa concepción del placer, y empieza por destacar que dicha crítica se refiere únicamente a los placeres sensoriales: «Los placeres corporales han acaparado la herencia del nombre de placer, pues hacia ellos dirigimos con más frecuencia nuestra carrera en su búsqueda, común a todo el mundo, y, por ello, por sernos los más familiares, creemos que son los únicos que existen».4 Ahora bien, muchos placeres no son corporales: el amor y la amistad, el conocimiento, la contemplación, la justicia o la compasión. Retomando el adagio de Heráclito, según el cual «los asnos prefieren la paja al oro», Aristóteles nos recuerda que el placer depende de la naturaleza de cada cual, y ello lo lleva a interrogarse sobre la especificidad de la naturaleza humana. El hombre es el único ser viviente dotado de un noos, término griego que se traduce generalmente por «intelecto», y que yo traduciría por «espíritu», pues para Aristóteles no significa sólo la inteligencia o la razón en el sentido moderno del término, sino el principio divino que se halla en todo ser humano. Aristóteles concluye así que el mayor placer para el hombre reside, pues, en la experiencia de la contemplación, fuente de la felicidad más perfecta: «Puesto que el espíritu es un atributo divino, una existencia en consonancia con el espíritu será, respecto de la vida humana, auténticamente divina. No debemos hacer caso a quienes aconsejan al hombre, con el pretexto de que es hombre, que sólo sueñe con cosas humanas, y, con el pretexto de que es mortal, que se limite a las cosas mortales. Hagamos lo posible, 18 por el contrario, para volvernos inmortales y vivir conforme a la parte más excelente de nosotros mismos, pues el principio divino, por débil que sea en sus dimensiones, vence a cualquier otra cosa por su poder y su valor. […] Lo propio del hombre es, pues, la vida del espíritu, puesto que el espíritu constituye esencialmente al hombre. Una vida así es también perfectamente feliz.
Frederic Lenoir
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