miércoles, 12 de julio de 2023

 Los embriones humanos son ejemplos de la vida humana. Por lo tanto, bajo la luz del absolutismo religioso, el aborto es simplemente incorrecto: es un asesinato en toda regla. No estoy seguro de qué hacer con mi ciertamente anecdótica observación de que muchos de quienes se oponen de manera más ardiente a atentar contra la vida embrionaria también parecen ser algo más que entusiastas a la hora de atentar contra la vida adulta. (Para ser justos, esto no se aplica, como regla general, a los católicos romanos, que están entre los más vociferantes oponentes al aborto). El renacido George W. Bush, sin embargo, es un ejemplo típico del ascendiente que actualmente tiene la religión. Él, y ellos, son defensores incondicionales de la vida humana, desde la vida embrionaria (o desde la vida terminalmente enferma), incluso hasta el punto de impedir investigaciones médicas que ciertamente salvarían muchas vidas. El terreno obvio para oponerse a la pena de muerte es el respeto por la vida humana. Desde 1976, cuando el Tribunal Supremo levantó la prohibición de la pena de muerte, el estado de Texas ha sido el responsable de más de una de cada tres ejecuciones en los cincuenta estados de la Unión. Y Bush presidió más ejecuciones en Texas que cualquier otro gobernador de la historia del estado, con una media de una muerte cada nueve días. ¿Quizá simplemente estaba cumpliendo con su deber y poniendo en práctica las leyes del estado? . Pero entonces, ¿qué tenemos que hacer con el famoso informe del periodista de la CNN Tucker Carlson? Carlson, quien personalmente apoya la pena de muerte, quedó conmocionado por la «humorística» imitación que hizo Bush de una prisionera femenina en el corredor de la muerte, rogando al gobernador por un retraso en su ejecución: «Por favor —Bush gimoteó con los labios contraídos en un gesto de desesperación—, no me mate». Quizá esta mujer hubiera encontrado más compasión si hubiera alegado que una vez fue un embrión. La contemplación de embriones parece tener el efecto más extraordinario sobre muchas personas de fe. La madre Teresa de Calcuta dijo realmente, en su discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz: «El mayor destructor de la paz es el aborto». ¿Qué? ¿Cómo puede una mujer con un juicio tan retorcido ser tomada en serio en algo, dejando a un lado el haber sido tomada en serio para merecer un premio Nobel? Todo el que esté tentado de comprender a la santurrona e hipócrita madre Teresa debería leer el libro de Christopher Hinchen La posición misionera: La madre Teresa en la teoría y en la práctica.

    Volviendo a los talibanes americanos, escuchemos a Randall Ferry, fundador de Operación Rescate, una organización para intimidar a quienes practican abortos. «Cuando yo, o personas como yo, recorramos el país, lo mejor que pueden hacer es desaparecer, porque vamos a encontrarles, vamos a juzgarles y vamos a ejecutarles.» Terry se refería aquí a los médicos que practican abortos, y su inspiración cristiana se muestra claramente en otra de sus frases:
     
    Simplemente quiero que dejen que una ola de intolerancia les empape. Quiero que dejen que una ola de odio les empape. Sí, el odio es bueno... Nuestro objetivo es una nación cristiana. Tenemos un deber bíblico, estamos llamados por Dios para conquistar este país. No queremos igualdad de tiempo. No queremos pluralismo. Nuestro objetivo debe ser simple. Debemos tener una nación cristiana construida sobre las leyes de Dios, sobre los Diez Mandamientos. Sin excusa.
     
    Esta ambición por alcanzar lo que solo puede denominarse un Estado fascista cristiano es completamente típico de los talibanes americanos. Es casi una imagen especular exacta del fascismo islámico tan ardientemente buscado por otras muchas personas en otras partes del mundo. Randall Terry no tiene —todavía— un poder político. Aunque ningún observador de la escena política americana, en el momento en que se escribe este libro (2006), puede permitirse tal optimismo.
    Probablemente, el consecuencialismo o el utilitarismo puedan servir para enfocar la cuestión del aborto de una forma muy distinta, intentando ponderar el sufrimiento. ¿Sufre el embrión? (Probablemente, no, si se aborta antes de tener un sistema nervioso; e incluso si es lo bastante maduro como para tener un sistema nervioso, seguramente sufrirá menos que, digamos, una vaca adulta en un matadero). ¿Sufre una mujer embarazada, o su familia, si elige no abortar? Probablemente, sí; y, en cualquier caso, dado que el embrión carece de sistema nervioso, ¿no debería recaer la elección en el bien desarrollado sistema nervioso de la madre?
    Esto no es para negar que el consecuencialismo pudiera tener bases para oponerse al aborto. Hay argumentos del tipo «pendiente resbaladiza» [93] que pueden utilizarse por los consecuencialistas (aunque, en este caso, yo no lo haría). Puede que los embriones no sufran, pero una cultura que tolerara asumir riesgos sobre la vida humana iría demasiado lejos: ¿dónde finalizará todo? ¿En infanticidio? El momento del nacimiento proporciona un rubicón natural para definir reglas, y uno podría argumentar que es difícil encontrar otra en un estadio anterior del desarrollo embrionario. Por lo tanto, los argumentos resbaladizos podrían hacer que diéramos más significado al momento del nacimiento de los que el utilitarismo, interpretado de una forma estrecha, preferiría.
    Asimismo, los argumentos en contra de la eutanasia pueden formularse en términos resbaladizos. Vamos a inventar una cita imaginaria de un filósofo moral: «Si permitimos que los médicos aceleren la muerte de pacientes terminales en la agonía, lo siguiente que pasará es que todo el mundo liquide a su abuela para quedarse con su dinero. Puede que a nosotros, los filósofos, nos repugne el absolutismo, pero la sociedad necesita la disciplina de reglas absolutas tales como “No matarás”, porque de otra forma no sabrían dónde parar. Bajo ciertas circunstancias, el absolutismo podría, para todas las razones que existen en un mundo menos que ideal, ¡tener mejores consecuencias que el ingenuo consecuencialismo! Puede que nosotros, los filósofos, nos enfrentemos a tiempos difíciles para prohibir que la gente se coma a las personas que ya se han muerto y no estén momificadas —digamos calles sin salida—. Pero, por resbaladizas razones, el tabú absolutista contra el canibalismo es demasiado valioso como para perderlo».
    Los argumentos resbaladizos pueden verse de una forma en la que los consecuencialistas pueden reimportar una forma de absolutismo indirecto. Pero los enemigos del aborto no se preocupan por lo resbaladizo. Para ellos, el asunto es mucho más simple. Un embrión es un «bebé»; matarlo es un asesinato, y eso es todo: fin de la discusión. Muchas cosas siguen a esta frase absolutista. Para empezar, la investigación con células madre embrionarias debe cesar, a pesar de su enorme potencial para la ciencia médica, porque implica la muerte de células embrionarias. La inconsistencia se torna evidente cuando se reflexiona acerca de que la sociedad ya acepta la fertilización in vitro (FIV), en la que los médicos estimulan rutinariamente a las mujeres para producir un exceso de óvulos, para ser fertilizados fuera del cuerpo. Pueden producirse hasta doce cigotos viables, de los cuales se implantan en el útero dos o tres. Las expectativas son que, de esos, solo sobreviva uno o, posiblemente, dos. Por lo tanto, la FIV mata a los productos de la concepción en dos etapas del procedimiento y, en general, la sociedad no tiene ningún problema con eso. Durante veinticinco años, la FIV ha sido un procedimiento estándar para traer felicidad a las vidas de las parejas sin hijos.
    Sin embargo, los absolutistas religiosos pueden tener problemas con la FIV. The Guardian, del 3 de junio de 2005, mostraba una extraña historia bajo el titular «Las parejas cristianas responden a la llamada de salvar los embriones abandonados por la FIV». La historia trata de una organización llamada Copos de Nieve que busca «rescatar» a los embriones sobrantes que están en las clínicas de FIV. «Realmente sentimos que el Señor nos está llamando para que intentemos dar a uno de esos embriones —esos niños— una oportunidad de vivir», dijo una mujer del estado de Washington, cuyos cuatro hijos fueron el resultado de esta «inesperada alianza que los cristianos conservadores han constituido, una alianza con el mundo de los niños de tubo de ensayo». Preocupado por tal alianza, su marido había consultado a un anciano de su iglesia, quien le aconsejó: «Si quieres liberar a los esclavos, a veces tienes que hacer un trato con el tratante de esclavos». Me pregunto qué dirían esas personas si supieran que la mayoría de los embriones concebidos, de cualquier manera, abortan de forma espontánea. Probablemente se ve mejor como un tipo natural de «control de calidad».
    Cierto tipo de mentes religiosas no pueden percibir la diferencia moral entre matar a un grupo microscópico de células, por un lado, y, por el otro, matar a un médico perfectamente crecido. Ya he citado a Randall Terry y la Operación Rescate. Mark Juergensmeyer, en su espeluznante libro Terror en la mente de Dios, muestra una fotografía del reverendo Michael Bray, junto con su amigo, el reverendo Paul Hill, sujetando una pancarta que decía «¿Está mal detener el asesinato de bebés inocentes?». Parecen agradables, jóvenes muchachos de una escuela preparatoria, con una sonrisa atractiva, informalmente bien vestidos, justo lo opuesto a unos chiflados de mirada fija. Luego, ellos y sus amigos del Ejército de Dios (Army of God, AOG) cumplieron su tarea de incendiar clínicas abortistas y no ocultaron su deseo de matar a los médicos de estas. El 29 de julio de 1994, Paul Hill tomó una pistola y asesinó al doctor John Britton y a su guardaespaldas, James Barrett, a la salida de la clínica de Britton en Pensacola (Florida). Luego se entregaron a la policía, diciendo que habían matado al médico para prevenir las muertes futuras de «bebés inocentes».
    Michael Bray defiende tales acciones con gran facilidad de expresión y siempre con apariencia de alto propósito moral, como descubrí cuando le entrevisté en un parque público de Colorado Springs, para mi documental televisivo sobre la religión [94] . Antes de llegar a la cuestión del aborto, medí la moralidad de Bray basada en la Biblia, planteándole algunas cuestiones preliminares. Apunté que la ley bíblica condena a los adúlteros a la muerte por lapidación. Esperaba que negara este ejemplo particular como algo inaceptable, pero me sorprendió. Se congratulaba en admitir que, tras un proceso legal, los adúlteros deberían ser ejecutados. Luego le dije que Paul Hill, con el apoyo completo de Bray, no había seguido el proceso debido, sino que se había tomado la justicia por su mano y había matado a un médico. Bray defendió la acción de su colega sacerdote en los mismos términos que mostró cuando Juergensmeyer le entrevistó, haciendo una distinción entre el asesinato retributivo de, digamos, un médico jubilado, y asesinar a un médico en activo como medio de evitar que él «asesinara bebés con regularidad». Luego le dije que, aunque no dudaba de que las creencias de Paul Hill fueran sinceras, la sociedad descendería a una anarquía terrible si todo el mundo invocara sus convicciones personales para tomarse la justicia por su mano, en vez de cumplir con la ley de la tierra. ¿No era una alternativa mejor intentar que la ley cambiara democráticamente? Bray replicó: «Bueno, ese es el problema cuando no tenemos leyes que realmente sean leyes auténticas; cuando tenemos leyes que están hechas por personas deprisa y corriendo, caprichosamente, como vemos en el caso de la llamada ley del derecho al aborto, que fue impuesta a las personas por los jueces...». Luego nos pusimos a discutir sobre la Constitución americana y sobre de dónde provenían las leyes. La actitud de Bray frente a esos asuntos se convirtió en una reminiscencia real de esos militantes musulmanes que viven en Inglaterra que sin ningún pudor se anuncian a sí mismos como personas atadas solo a la ley islámica, no a las leyes democráticamente promulgadas de su país de adopción.
    En 2003 Paul Hill fue ejecutado por el asesinato del doctor Britton y de su guardaespaldas, diciendo que lo haría de nuevo para salvar a los no nacidos. Anhelando cándidamente morir por su causa, dio una conferencia de prensa: «Creo que el estado, al ejecutarme, me convertirá en un mártir». Los reaccionarios antiabortistas que estaban protestando por su ejecución se unieron, en una alianza nada sagrada, con los liberales oponentes a la pena de muerte, que urgían al gobernador de Florida, Jeb Bush, a «parar el martirio de Paul Hill». Probablemente arguyeran que el asesinato legal de Hill en realidad fomentaría más asesinatos, justo el efecto opuesto del que se supone que tiene la pena de muerte. El propio Hill sonrió camino de la cámara de ejecución diciendo: «Espero una gran recompensa en el cielo... Estoy buscando la gloria» (128) . Y sugirió que otros continuarían con su violenta causa. Anticipando ataques vengando el «martirio» de Paul Hill, la policía estuvo en máxima alerta hasta que fue ejecutado, y varios individuos relacionados con el caso recibieron cartas amenazantes acompañadas por balas.
    Todo este terrible asunto está originado por una simple diferencia de percepción. Hay personas que, por sus convicciones religiosas, piensan que el aborto es un asesinato y están preparadas para matar en defensa de los embriones, a quienes prefieren llamar «bebés». En el otro lado hay personas igualmente sinceras que apoyan el aborto que o bien tienen diferentes convicciones religiosas o no tienen religión alguna, junto con patrones morales consecuencialistas bien reflexionados. También se ven a sí mismos como idealistas, dando un servicio médico para los pacientes que lo necesitan, que, de otra forma, acudirían a tugurios clandestinos peligrosamente incompetentes. Ambas partes ven a la otra como asesinos o defensores del asesinato. Las dos, bajo sus propias luces, son igualmente sinceras.
    La portavoz de otra clínica abortista describió a Paul Hill como un peligroso psicópata. Pero las personas como él no piensan en sí mismos como peligrosos psicópatas; piensan en sí mismos como buenas y morales personas, guiadas por Dios. En efecto, no creo que Paul Hill fuera un psicópata. Peligrosamente religioso. Bajo la luz de su fe religiosa, Hill era completamente recto y moral al disparar al doctor Britton. Lo que estaba equivocado en Hill era su propia fe religiosa. Tampoco Michael Bray me pareció un psicópata cuando lo conocí. A decir verdad, me pareció agradable. Creo que era un hombre honesto y sincero, reflexivo y de habla calmada, pero su mente había sido desafortunadamente capturada por el venenoso sinsentido religioso.
    Casi todos los que se oponen de forma radical al aborto suelen ser profundamente religiosos. Es probable que los partidarios sinceros del aborto, tanto si personalmente son religiosos como si no, sigan una filosofía moral consecuencialista no religiosa, quizá invocando la pregunta de Jeremy Bentham: «¿Pueden sufrir?». Paul Hill y Michael Bray no veían diferencia moral alguna entre matar a un embrión y matar a un médico, excepto en que el embrión era, para ellos, un «bebé» inocente libre de culpa. Los consecuencialistas ven toda la diferencia del mundo. Un embrión temprano tiene la sensibilidad, así como el semblante, de un renacuajo. Un médico es un ser consciente con esperanzas, amores, aspiraciones, miedos, un masivo almacenaje de conocimiento humano, con la capacidad para sentir emociones profundas, muy probablemente con una viuda desesperada e hijos huérfanos, quizá con padres ancianos que le adoran.
    Paul Hill causó un sufrimiento real, profundo y duradero a seres con sistemas nerviosos capaces de sufrir. Su víctima no hizo lo mismo. Los embriones tempranos no tienen sistema nervioso y casi con seguridad no sufren. Y si embriones tardíamente abortados con sistema nervioso sufren —aunque todo sufrimiento sea deplorable— no es por ser humanos por lo que sufren. No hay una razón general para suponer que esos embriones humanos de cualquier edad sufran más que los embriones de una vaca o de una oveja en el mismo estado de desarrollo. Y hay muchas razones para suponer que todos esos embriones, tanto si son humanos como si no, sufran mucho menos que las vacas o las ovejas adultas que están en los mataderos, especialmente en esos mataderos rituales donde, por razones religiosas, deben estar completamente conscientes cuando sus gargantas son ceremonialmente cortadas.
    Es muy difícil medir el sufrimiento , y los detalles pueden ser discutidos. Aunque eso no afecta a mi idea principal, que tiene que ver con la diferencia entre el consecuencialismo secular y con el absolutismo religioso de las filosofías morales. Una escuela de pensamiento se preocupa sobre si los embriones pueden sufrir. La otra se preocupa de si son humanos. Puede oírse a los moralistas religiosos debatiendo cuestiones tales como «¿Cuándo se convierte en persona, en ser humano, un embrión que está desarrollándose?». Es más probable que los moralistas laicos pregunten: «No se preocupen en si es humano (¿qué puede eso significar para un grupúsculo de células?); ¿a qué edad es capaz de sufrir cualquier embrión en desarrollo, de cualquier especie?».

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