«En un mundo realmente invertido —decía Debord en La sociedad del espectáculo —, lo verdadero es un momento de lo falso.» Son las trazas de verdad que se cuelan en el escaparate de la mentira. En los tiempos confusos que habitamos, los autores más audaces recuerdan que antes de aprender hay que desaprender. Ahora que la crisis económica golpea con su selectivo látigo, se escucha que la solución es crecer, cuando la única salida con un mínimo de futuro es decrecer. O que hay que progresar, como si pudiera seguir midiéndose el progreso con el PIB. Tiempos de promesas muy diferidas, a ese futuro en el que la ciencia nos llevará de vacaciones a Marte. La misma ciencia que hoy, ahora mismo —no en el futuro— desertiza lo que toca. ¿O no es una fuerte intuición que nos pertenece entender que si la ciencia entrara en la Amazonía sería el fin de la variedad de la vida en ese pulmón del mundo? Desaprender para entender que hacer el indio no debe ser algo tan malo cuando solo donde están los indígenas al cargo aún queda biodiversidad, agua, naturaleza. Si el mundo está al revés, solo invirtiendo la caja negra podrá entenderse algo. Los salvajes son los civilizados y los civilizados, dueños de los mayores arsenales del mundo, unos salvajes patanes.
Cuando se es decente, un manual es lugar conveniente para aprender; un antimanual, la forma conveniente de desaprender. Desaprender que no pueden ser los bancos los que financien o empleen a los políticos si queremos que después estos controlen a aquellos. Desaprender que la libertad no se logra desregulando al poder sino, muy al contrario, regulándolo. Desaprender que los derechos y libertades no pertenecen a las empresas que los ofrecen mercantilmente, sino a los ciudadanos que los reclaman y los convirtieron en tales derechos y libertades (derecho a la información, a la sanidad, a la cultura, libertad de expresión, de participar en los asuntos públicos, a una vivienda digna, a un trabajo digno). Desaprender que se puede patentar la vida y que las grandes farmacéuticas tienen algún tipo de privilegio para declarar como propiedad privada el conocimiento científico. Desaprender que los jueces son seres especiales y quitarnos de la cabeza que realmente son independientes del poder político y económico. Desaprender que el medio ambiente —el Ártico, los casquetes polares, el agua, los mares, los campos, el aire— son mercancías que se salvaguardan mejor en el mercado, y desaprender que los científicos han sido mejores gestores de la naturaleza que los ciudadanos. Desaprender qué es lo natural para entender que tan natural es una cesárea como la investigación con células madre, tan natural cortarnos el pelo y las uñas, cocinar alimentos, aprender idiomas o tocar el violín, como el amor homosexual. Desaprender que sea verdad que haya razones biológicas que puedan ser más fuertes que las cuestiones culturales y desaprender que somos diferentes por el color de nuestra piel o por el dinero que tengamos. Desaprender, en suma, que todo lo que alguien nos diga como «palabra de Dios» —o de la ciencia o del derecho o de la historia o de la economía— ya no pueda cuestionarse.
Juan Carlos Monedero
No hay comentarios:
Publicar un comentario