Pilar del Río Sánchez era ya una periodista reconocida en España cuando llegó a sus manos Memorial del convento, el primer libro que leyó del escritor portugués José Saramago (premio Nobel en 1998). Tanto la conmovió, y la movió, que tuvo la reacción natural: correr a una librería a buscar otro libro del mismo autor. Estaba traducido El año de la muerte de Ricardo Reis. Lo leyó, lo comentó en sus programas de televisión, lo reseñó en la prensa. Pero no fue suficiente: quería conocer al autor de esas páginas. Buscó el teléfono de Saramago y lo llamó a Lisboa.
–Soy su lectora –le dijo–. Voy a Portugal; quisiera conocerlo.
No le pidió una entrevista. Solo quería agradecerle el haberla hecho mejor persona al leer sus libros.
Saramago
estaba acostumbrado a que los periodistas lo llamaran con la misma
petición. No tuvo problema. Quedaron de verse en el Hotel Mundial –donde
ella se iba a hospedar–, el 16 de junio del 86. A las cuatro de la
tarde. Salieron del hotel a caminar por el cementerio dos Prazeres, por
el monasterio de los Jerónimos, en busca de los pasos de Fernando
Pessoa. Al despedirse, intercambiaron sus datos. No más. Pero ambos se
quedaron con algo rondándoles, que Saramago recordaba así:
–Tuvimos la misma sensación: yo había encontrado a esta mujer y ella había encontrado a este hombre.
Se
escribieron algunas cartas más o menos formales hasta que en una de
ellas él le dijo: “Si las circunstancias de tu vida lo permiten, me
gustaría, puesto que voy a Barcelona y a Granada, acercarme a Sevilla
para encontrarnos”. Pilar le respondió que sí, que las circunstancias de
su vida se lo permitían.
Se vieron. Y a partir de ese momento no se separaron. Era 1988.
–Pilar
apareció cuando era necesaria. Cuando me era necesaria a mí. Tengo
muchas razones para pensar que el gran acontecimiento de mi vida fue
haberla conocido –dijo José Saramago en el documental José y Pilar.
Cuando
se conocieron, él tenía 64 años. Ella, 36. Veintiocho años de
diferencia que para algunos podía ser mucho, pero no era un tema entre
ellos. La única diferencia que reconocían era que ella era mujer, él, un
hombre. En lo demás sabían compartir la forma de estar en la vida.
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