Pensaba en la grandeza y en la presencia de Dios; en la eternidad futura, extraño misterio; en la eternidad pasada, misterio más extraño aún; en todos los infinitos que se hundían ante sus ojos en todos los sentidos; y, sin tratar de comprender lo incomprensible, lo miraba. No estudiaba a Dios; se deslumbraba. Consideraba aquellos magníficos encuentros de los átomos que dan los aspectos a la materia, revelan sus fuerzas evidenciándolas, crean las individualidades en la unidad, las proporciones en la extensión, lo innumerable en el infinito, y que, por la luz, producen la belleza. Estos encuentros se hacen y deshacen sin cesar; de ahí la vida y la muerte.
Sentábase en un banco de madera adosado a una parra decrépita, y miraba los astros a través de las siluetas descarnadas y raquíticas de los árboles frutales. Aquel pedazo de tierra, plantado tan pobremente, tan lleno de cobertizos, le era muy querido y le bastaba.
¿Qué más necesitaba aquel anciano, que empleaba los ocios de su vida, en la que había tan poco lugar para el ocio, en cuidar su jardín, de día, y la contemplación, de noche? ¿Aquel estrecho cercado, que tenía por bóveda los cielos, no era bastante para poder adorar a Dios, ya en sus obras más encantadoras, ya en las más sublimes? ¿Qué más podía desear? Un pequeño jardín para pasearse y la inmensidad para soñar. A sus pies, lo que podía cultivar y recoger; sobre su cabeza, lo que podía estudiar y meditar; algunas flores sobre la tierra y todas las estrellas en el cielo.
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