Ya hemos dicho desde el primer momento que la esperanza es lo contrario (o el reverso) del miedo. Ambas emociones son reacciones a la incertidumbre, pero en sentidos opuestos. Las tendencias en cuanto a las acciones a las que una y otra inducen son, por ese mismo motivo, muy diferentes. La esperanza es expansiva y nos dispara hacia delante; el miedo nos encoge. La esperanza es vulnerable; el miedo es autoprotector. Obviamente, es probable que todo el mundo tenga su poso de miedo aun en plena explosión de esperanza: yo puedo tener depositadas esperanzas en mis hijos, mis amistades y mi familia, y, aun así, temer por mi salud o por la de un amigo. Por lo tanto, de lo que hablamos aquí es de la diferencia entre la esperanza y el miedo «con referencia a un mismo objetivo», que, en el caso que aquí nos ocupa, es el futuro de mi país en lo que respecta a sus esfuerzos por florecer y por favorecer la justicia. Referidos a unos mismos resultados o efectos, la esperanza y el miedo son sumamente distintos, y optar por la una o por el otro realmente es como activar un interruptor: no puedo esperar y temer una misma cosa al mismo tiempo (aun cuando sí puedo oscilar entre periodos de esperanza y periodos de temor). Llevo diciendo desde el principio que el miedo está conectado con el deseo monárquico de controlar a otros en vez de confiar en ellos y dejar que sean independientes, que sean ellos mismos. De manera similar, puede decirse que la persona que rechaza tener esperanza en el futuro es probablemente de naturaleza controladora (es lo que yo he llamado aquí una persona monárquica): nada está bien a menos que se acople a la perfección a mis deseos —se dirá a sí misma—, sin restos de incertidumbre ni de vulnerabilidad. No hay margen para la esperanza ahí, pues la persona en cuestión no tendría en ese caso la totalidad de lo que quiere, y no desea depender de la suerte ni de otras personas de las que no se fía. El espíritu de la esperanza, pues, está vagamente ligado a cierto espíritu de respeto por la independencia de otros, a cierta renuncia a la ambición monárquica, a cierta relajación y expansión del corazón. Los estoicos decían que la esperanza era «expansión» y «elevación». Los poetas ligan la esperanza a un elevarse, a un volar. El poeta-filósofo indio Rabindranath Tagore escribió en una ocasión a propósito de una joven novia con motivo de su boda que estaba «adentrándose en las aguas del azar, sin miedo». En eso consiste la esperanza.
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