En 1905 Dresde era una de las ciudades más bellas de la tierra, una delicada joya barroca sobre el Elba. Constituía el enclave perfecto para el estreno de la última composición de Richard Strauss, una ópera llamada Salomé. Sin embargo, después de empezar los ensayos se extendió por la ciudad el rumor de que algo iba mal entre bastidores. Se decía que la nueva ópera del compositor era «demasiado dura» para los cantantes. Al caer el telón la primera noche, la del 9 de diciembre, las protestas crecieron en intensidad, y algunos intérpretes se mostraron dispuestos a devolver sus partituras. Durante los ensayos de Salomé, Strauss fue capaz de mantener el equilibrio, a pesar de todo. En cierta escena, uno de los oboes se quejó: —Herr Doktor, puede que este pasaje funcione en el piano; pero, desde luego, no sucede lo mismo con los oboes. —Habrá que hacer de tripas corazón, muchacho —le contestó enérgico el compositor—: tampoco funciona en el piano. Los ciudadanos de Dresde se tomaron tan a pecho las noticias acerca de las divergencias dentro del teatro de la ópera que, por la calle, empezaron a retirarle el saludo a Ernst von Schuch, director de la orquesta. Se predecía que la representación acabaría siendo un fracaso vergonzoso y caro, y los orgullosos habitantes de Dresde no podían soportar una situación así. Schuch estaba convencido de la importancia de la composición de Strauss, por lo que el proyecto siguió adelante a pesar del alboroto y los rumores. La primera representación de Salomé abriría, en palabras de un crítico, «un nuevo capítulo en la historia del modernismo».
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