¿Se ha preguntado alguna vez por qué la vida se presenta como una serie de opuestos? ¿Por qué todo lo que valoramos es un elemento de un par de opuestos? ¿Por qué todas las decisiones se toman entre opuestos, y en ellos se basan todos los deseos?
Obsérvese que todas las dimensiones espaciales y direccionales son opuestas: arriba y abajo se oponen, como dentro y fuera, alto y bajo, largo y corto, norte y sur, grande y pequeño, aquí y allá, cima y fondo, derecha e izquierda. Y todas las cosas que consideramos serias e importantes son un polo de un par de opuestos: bien y mal, vida y muerte, placer y dolor, Dios y Satán, libertad y servidumbre.
También nuestros valores sociales y estéticos son siempre algo que se da en función de opuestos: éxito y fracaso, bello y feo, fuerte y débil, inteligente y estúpido. Incluso nuestras abstracciones supremas se fundan en oposiciones. La lógica, por ejemplo, se ocupa de lo verdadero y lo falso; la epistemología, de la apariencia y la realidad; la ontología, del ser y el no ser. Parece que nuestro mundo es una impresionante colección de opuestos.
Este hecho es tan común que apenas si es necesario mencionarlo, pero cuanto más se cavila sobre él, más sorprende por su peculiaridad. Porque la naturaleza, al parecer, no sabe nada de ese mundo de opuestos en que vive el hombre. En la naturaleza no hay ranas verdaderas y ranas falsas, árboles morales e inmorales, océanos justos e injustos. No hay montañas políticas y apolíticas. No hay siquiera especies bellas y feas; por lo menos, no las hay para la naturaleza, que se complace en producirlas de todas clases. Thoreau decía que la naturaleza jamás se disculpa, y, al parecer, no lo hace porque ignora la oposición entre error y acierto y, por ende, no reconoce lo que los humanos consideramos «errores».
Sin duda, es verdad que algunas de las cosas que llamamos «opuestos» existen aparentemente en la naturaleza. Por ejemplo, hay ranas grandes y pequeñas, árboles altos y bajos, naranjas verdes y maduras. Pero es algo que, para ellos, no es problema; no los precipita en paroxismos de angustia. Incluso es posible que haya osos listos y osos tontos, pero no parece que a ellos les preocupe mucho. Nadie ha descubierto complejos de inferioridad en los osos.
Del mismo modo, en el mundo de la naturaleza se da la vida y la muerte, pero tampoco esto parece asumir las dimensiones aterradoras que se le asigna en el mundo de los humanos. A un gato, por más viejo que sea, no le invade el terror de su muerte inminente. Se limita a refugiarse tranquilamente en el bosque, para morirse allí, enroscado bajo un árbol. Un petirrojo moribundo se asienta cómodamente en la rama de un sauce y se queda mirando el crepúsculo. Cuando ya no puede ver la luz, cierra por última vez los ojos y se deja caer blandamente al suelo. Qué diferente es la manera en que el hombre se enfrenta con la muerte:
No te adentres con calma en esa hermosa noche,
Clama con sorda furia contra la extinción de la luz.
Aunque el dolor y el placer aparecen también en el mundo de la naturaleza, no son en ella motivo de preocupación. Cuando a un perro le duele algo, gañe, pero si no le duele nada, se despreocupa. No le angustia el dolor futuro ni se queja del dolor pasado; todo parece muy simple y muy natural.
A veces decimos que todo eso es cierto porque, lisa y llanamente, la naturaleza es tonta. Pero la explicación no sirve del todo porque, precisamente, estamos empezando a darnos cuenta de que la naturaleza es mucho más lista de lo que nos gusta creer. El gran bioquímico Albert Szent-Gyorgyi nos da un ejemplo fantástico:
[Cuando me incorporé al Instituto de Estudios Superiores de Princeton] lo hice con la esperanza de que, al codearme con esos grandes matemáticos y físicos atómicos, llegaría a aprender algo sobre los seres vivos. Pero tan pronto como revelé que en cualquier sistema viviente hay más de dos electrones, los físicos se negaron a hablarme. Con todos sus ordenadores, no eran capaces de pronosticar lo que podía hacer el tercer electrón. Lo notable es que el electrón sabe exactamente qué hacer. De manera que un electroncito sabe algo que todos los sabios de Princeton ignoran, y eso no puede ser más que algo muy simple.
Me temo que la naturaleza no sólo es más despierta de lo que creemos, sino más de lo que podemos imaginar. Después de todo, la naturaleza produjo también el cerebro humano, y nosotros nos jactamos de contar con uno de los instrumentos más inteligentes del cosmos. ¿Acaso un completo idiota podría haber creado una auténtica obra maestra?
Cuenta el Génesis que una de las primeras tareas confiadas por Dios a Adán fue dar nombre a las plantas y los animales que existían en la naturaleza, pues ésta no tiene etiquetas con sus nombres, y sería muy cómodo que pudiéramos clasificar y denominar los diversos aspectos del mundo natural. Dicho de otra manera, a Adán le encargaron que separase la complejidad de las formas y procesos de la naturaleza, y que les asignara nombres. Estos animales se parecen entre sí, pero no se parecen nada a aquellos otros, de modo que a este grupo le llamaremos «leones», y a aquel otro, «osos». A ver, este grupo de cosas se puede comer, pero aquél no. Llamemos a este grupo «uvas» y a aquél, «piedras».
Pero la verdadera tarea de Adán no consistió tanto en inventar nombres para los animales y las plantas, por más trabajoso que esto fuera. La parte más importante de su tarea era más bien el proceso de selección como tal, pues a menos que hubiera un solo animal de cada clase, cosa improbable, Adán tenía que reunir los animales que eran similares y aprender a diferenciarlos mentalmente de los que no se les parecían. Tenía que aprender a trazar mentalmente una demarcación entre los diversos grupos de animales, porque sólo después de haberlo hecho podía reconocer cabalmente las diferentes bestias y, por consiguiente, nombrarlas. En otras palabras, la gran tarea que inició Adán fue el trazado de demarcaciones mentales o simbólicas. Adán fue el primero en delinear la naturaleza, dividirla mentalmente, delimitarla y diagramarla. Fue el primer gran cartógrafo: dibujaba fronteras.
Su labor de cartografiar la naturaleza tuvo un éxito tal que aún hoy pasamos buena parte de nuestra vida dibujando fronteras. Cada decisión que tomamos, cada una de nuestras acciones y palabras, se basan en la construcción, consciente o inconsciente, de límites, de fronteras. No me estoy refiriendo ahora a un simple límite de la propia identidad por más importante que éste sea, sino a todos los límites en el sentido más amplio. Tomar una decisión significa trazar una frontera entre lo que se elige y lo que no. Desear algo significa trazar una demarcación entre los conceptos que uno considera verdaderos y los que considera no verdaderos. Recibir una educación es aprender dónde y cómo se han de trazar límites y qué se ha de hacer luego con los aspectos acotados. Mantener un sistema judicial es trazar una línea divisoria entre quienes se adecuan a las normas de la sociedad y quienes no lo hacen. Librar batalla es trazar una línea que separa a quienes están con nosotros de quienes están en contra. Estudiar ética es aprender a dibujar una frontera que diferencia el bien y el mal. Estudiar medicina occidental es precisar con mayor claridad un límite entre la enfermedad y la salud. Es del todo evidente que, desde los incidentes secundarios a las grandes crisis, desde las decisiones menudas a los actos trascendentes, desde una cierta preferencia a una pasión avasalladora, nuestra vida es un proceso de establecimiento de fronteras.
Lo que caracteriza a una demarcación es que, por más compleja y enrarecida que sea, de hecho no delimita otra cosa que un dentro y un fuera. Por ejemplo, podemos representar la forma más simple de demarcación como una circunferencia y ver que delimita y enfrenta un dentro y un fuera:
Pero observamos que los opuestos, dentro y fuera, no existían por sí mismos antes de que dibujáramos el límite del círculo. Dicho de otra manera, lo que crea un par de opuestos es la demarcación como tal; en suma, trazar fronteras es fabricar opuestos. Así, podemos empezar a ver que la razón de que vivamos en un mundo de opuestos es, precisamente, que la vida tal como la conocemos es un proceso de establecer demarcaciones.
Y el mundo de los opuestos es un mundo de conflictos, como no tardaría en descubrir el propio Adán, que debe de haberse quedado fascinado por el poder que se genera al trazar límites e invocar nombres. Pensemos que un sonido tan breve como el de la palabra «cielo» podía representar toda la inmensidad de los cielos azules reconocidos, en virtud de las demarcaciones, como diferentes de la tierra, el agua y el fuego. De modo que, en vez de manejar y manipular objetos reales, Adán podía manipular en su cabeza esos nombres mágicos que ocupaban el lugar de los objetos mismos. Antes de la invasión de las fronteras y los nombres, si, por ejemplo, Adán quería decirle a Eva que, en su opinión, era una burra, tenía que cogerla del brazo y salir con ella en busca de una burra, indicársela, señalarla a ella y después empezar a saltar, gruñir y adoptar una expresión estúpida. Pero ahora, gracias a la magia de las palabras, le bastaba con levantar los ojos al cielo y decir: «Por el amor de Dios, cariño, mira que llegas a ser burra». Eva, que dicho sea de paso era en realidad mucho más sensata que Adán, no solía replicarle. Es decir, se negaba a entrar en el juego de la magia de las palabras, porque en lo más profundo de su ser sabía que las palabras eran un arma de dos filos, y quien a hierro mata, a hierro muere.
Entretanto, los resultados del esfuerzo de Adán eran espectaculares, fantásticos, mágicos, y es muy comprensible que el éxito empezara a subírsele a la cabeza. Empezó a llevar sus fronteras a lugares que habría sido preferible dejar sin cartografiar y que por ese medio lograba conocer. Esa embriaguez culminó en el árbol de la ciencia —en realidad de los opuestos— del bien y del mal. Y cuando Adán reconoció la diferencia entre los opuestos del bien y del mal, es decir, cuando trazó una demarcación fatal, su mundo se desmoronó. Al pecar, la totalidad del mundo de los opuestos, que él mismo había ayudado a crear, se volvió contra él para acosarlo. Dolor y placer, bien y mal, vida y muerte, esfuerzo y juego… todo el espectro de opuestos en conflicto se abatió sobre la humanidad.
El hecho exasperante que aprendió Adán fue que cada demarcación es también un frente de batalla potencial, de manera que el mero establecimiento de una frontera equivale a prepararse para el conflicto, y en concreto para el conflicto de la guerra de opuestos, de la lucha angustiosa de la vida contra la muerte, del placer contra el dolor, del bien contra el mal. Lo que aprendió Adán —y lo aprendió demasiado tarde— es que preguntarse dónde hay que trazar la línea significa, en realidad, preguntarse dónde se ha de librar la batalla.
Lo cierto es que vivimos en un mundo de conflicto y oposición porque es un mundo de demarcaciones y fronteras. Y puesto que cada línea fronteriza es también una línea de batalla, henos aquí con la difícil situación humana: cuanto más firmes son nuestras fronteras, más encarnizadas son nuestras batallas. Cuanto más me aferro al placer, más temo —necesariamente— al dolor. Cuanto más voy en pos del bien, tanto más me obsesiona el mal. Cuantos más éxitos busco, mayor será mi terror al fracaso. Cuanto mayor sea el afán con que me aferro a la vida, más aterradora me parecerá la muerte. Cuanto mayor sea el valor que asigne a una cosa, más me obsesionará su pérdida. En otras palabras, la mayoría de nuestros problemas lo son de demarcaciones y de lo opuestos que éstas crean.
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