martes, 26 de abril de 2022

 Sentirse completamente aislado y solitario conduce a la desintegración mental, del mismo modo que la inanición conduce a la muerte. Esta conexión con los otros nada tiene que ver con el contacto físico. Un individuo puede estar solo en el sentido físico durante muchos años y, sin embargo, estar relacionado con ideas, valores o, por lo menos, normas sociales que le cionan un sentimiento de comunión y "pertenencia" Por otra parte, puede vivir entre la gente y no obstante dejarse vencer por un sentimiento de aislamiento total, cuyo resultado será, una vez excedidos ciertos límites, aquel estado de insania expresado por los trastornos esquizofrénicos. Esta falta de conexión con valores, símbolos o normas, que podríamos llamar soledad moral, es tan intolerable como la soledad física; o, más bien, la soledad física se vuelve intolerable tan sólo si implica también soledad moral. La conexión espiritual con el mundo puede asumir distintas formas; en sus respectivas celdas, el monje que cree en Dios y el misionero político aislado de todos los demás, pero que se siente unido con sus compañeros de lucha, no están moralmente solos. Ni lo está el inglés que viste su smoking en el ambiente más exótico, ni el pequeño burgués que, aun cuando se halla profundamente aislado de los otros hombres, se siente unido a su nación y a sus símbolos. El tipo de conexión con el mundo puede ser noble o trivial, pero aun cuando se relacione con la forma más baja y ruin de la estructura social, es, de todos modos, mil veces preferible a la soledad. La religión y el nacionalismo, así como cualquier otra costumbre o creencia, por más que sean absurdas o degradantes, siempre que logren unir al individuo con los demás constituyen refugios contra lo que el hombre teme con mayor intensidad: el aislamiento. Esta necesidad compulsiva de evitar el aislamiento moral ha sido descrita con mucha eficacia por Balzac en el siguiente fragmento de Los sufrimientos del inventor: Pero debes aprender una cosa, imprimirla en tu mente todavía maleable: el hombre tiene horror a la soledad. Y de todas las especies de soledad, la soledad moral es la más terrible. Los primeros ermitaños vivían con Dios. Habitaban en el más poblado de los mundos: el mundo de los espíritus. El primer pensamiento del hombre, sea un leproso o un prisionero, un pecador o un inválido, es éste: tener un compañero en su desgracia. Para satisfacer este impulso, que es la vida misma, emplea toda su fuerza, todo su poder, las energías de toda su vida. ¿Hubiera encontrado compañeros Satanás, sin ese deseo todopoderoso? Sobre este tema se podría escribir todo un poema épico, que sería el prólogo del Paraíso Perdido, porque el Paraíso Perdido no es más que la apología de la rebelión.

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