¿Qué te impactó tanto de la lectura de Freud? Porque eras muy chico, tenías apenas catorce o quince años.
Me parece que, de alguna manera, ya podía intuir lo revolucionario de su pensamiento. Se ha hablado de las tres grandes heridas narcisistas de la humanidad. La primera la generó Copérnico. Hasta que él expuso su teoría se creía que la Tierra era el centro del universo, pero la revolución copernicana descentró a nuestro planeta de ese lugar privilegiado y puso como eje al Sol, dejando a la Tierra como un cuerpo celeste más que gira alrededor de la estrella principal de su sistema. Es decir, que nada de extraordinario tiene el planeta que habitamos. La segunda herida la inflige Darwin cuando le quita al hombre su condición de criatura divina, hecha a imagen y semejanza de Dios y nos coloca como un animal más de la naturaleza, sólo un eslabón en la escala evolutiva. Y la tercera la provocó Freud, quien hiere al hombre en su omnipotencia, en tanto hacedor de su destino, al introducir el concepto de Inconsciente. A partir de los planteos del Psicoanálisis, el hombre ya no es ese ser libre y racional sino apenas un sujeto sujetado a los caprichos de su Inconsciente. De algún modo, viene a destronar al sujeto cartesiano , porque al famoso cogito ergo sum —pienso, luego existo— le opone lo contrario: yo soy allí donde no pienso.
¿Y cómo llega Freud, siendo médico, a desarrollar semejante teoría como la del Inconsciente, que pone en jaque la concepción del hombre?
El cuento es muy bello. Imaginemos esta situación: Freud ha sido becado para estudiar en París, en La Salpetrière, con el doctor Jean-Martin Charcot. Le interesa un cuadro clínico complejo que en ese momento generaba teorías encontradas: la Histeria. Voy a permitirme algunas inexactitudes para darle a mi relato un rasgo novelado. En esa época, en las reuniones de los martes, Charcot experimentaba con una técnica impactante: la hipnosis. Tratemos de ver, entonces, al joven Freud como un testigo más, entre muchos, de la siguiente situación: el médico, el paciente y un auditorio colmado. En un momento el profesional, dispuesto a sorprender a la concurrencia con su método, hipnotiza a ese paciente y le da una orden cualquiera, podría ser: «Cuando usted despierte, va a sentir mucha sed y pedirá un vaso con agua. Pero no recordará esta orden que le estoy dando». Segundos después, lo vuelve al estado de conciencia y le pregunta cómo se siente. «Bien —le responde el hombre—, pero tengo mucha sed. ¿Podría darme un vaso con agua?». Casi podemos representarnos a esa multitud asombrada, aplaudiendo sin entender cómo se había producido este prodigio, y la cara del paciente que no comprende el porqué de los aplausos. Sin embargo, en un rincón, en silencio y con su mente genial, sospechamos a Freud quien, lejos del bullicio, empieza a hacerse una pregunta fundamental que cambiaría la historia de la Histeria, digo yo, jugando con las palabras: «Si esto que acabo de presenciar demuestra que en alguna parte de nosotros hay órdenes que cumplimos sin saber siquiera que existen: ¿no podría ser que la histérica, esa persona que sufre sin un motivo aparente, también esté cumpliendo una orden que la empuja al dolor desde algún lugar de su mente, una orden que, como el hipnotizado, no puede recordar?».
Freud empezó a trabajar con esta teoría que parecía muy extravagante y escribe, en 1894, un artículo fundacional que se llamó Las Neuropsicosis de Defensa . Es un texto sumamente importante, porque comienza a desarrollar lo que se conoce como «Primera Nosología Freudiana», es decir, la primera clasificación que Freud, y por ende el Psicoanálisis, intenta hacer de las enfermedades psíquicas. Introduce una nueva entidad clínica: «las Obsesiones y Fobias» y postula una reformulación en la teoría de la Histeria.
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