TOMER URWICZ
Es lunes y hace calor. La pesadez de las nubes anuncia la lluvia que se avecina detrás de las sierras de Lavalleja. Al Sur del kilómetro 169 de la ruta 13 la señal del celular se vuelve débil. En medio del campo, de la nada (o del todo para algunos) una comunidad guaraní rodea el fuego. A las llamas solo se acercan las mujeres, como lo indica la tradición. El mate y la pipa sagrada circulan en sentido antihorario. De pronto, el maestro Awaju Poty, quien vino especialmente de Curitiba, hace sonar el instrumento birimbao. Empieza el ritual.
Hay un Uruguay alternativo. Uno de casas de barro y baños ecológicos. Uno en contacto directo con la naturaleza. De alimentos orgánicos, sin transgénicos ni contaminantes. Que revive elementos místicos y esotéricos. Que junta a personas que tienen una forma de ser en común y hacen de su vida una comunidad. En realidad no es una, sino más de 100 colectividades que se distribuyen a lo largo del país.
Algunas se encuentran al Sureste, entre el Remanso de Neptunia y Sauce. Otras, la mayoría, tienen a la ruta 109 como columna vertebral, desde Aiguá hasta la soledad de las sierras de Rocha . Son lugares silenciosos y a los que casi no llega la prensa. A veces por culpa de las distancias, otras porque no existe en ellos una idea de difundir las ideas; o simplemente porque prefieren el anonimato para evitar la intervención del Estado.
No es el caso de los guaraníes. Ellos explican con orgullo su forma de ser. "No la etnia o religión, como se suele creer", aclara el maestro. Es que allí lo que más tienen en común es la diversidad. Entre las más de 100 personas que participaron en 2012 de la fiesta de la floración del maíz hay católicos y judíos; budistas y ateos. Hay quienes tienen un pasado indígena y también hay genes de quienes bajaron de los barcos europeos. Pero sin importar la heterogeneidad, deciden practicar una vida desligada de la sociedad de consumo y en contacto con la naturaleza. Como los aborígenes.
Se trata de "un fenómeno mundial que está en crecimiento en Uruguay y que si bien tiene sus antecedentes en las comunidades anarquistas y socialistas clásicas del siglo XX, se caracteriza por una identidad propia", explica el antropólogo Nicolás Guigou.
Pero es una identidad sin ideología política-partidaria. En todo caso, los movilizan aspectos prácticos como conocer el origen de los productos con los que se alimentan o el agobio de la ciudad.
Eso le ocurrió a Sebastián (36), un argentino músico y agnóstico que huyó de Buenos Aires y fue nómade hasta hace seis años, cuando cumplió su sueño de vivir en el campo de forma alternativa. Se instaló en Tierra Comunal, en las sierras rochenses. Su comunidad no tiene nada que ver con los guaraníes ni con ninguna espiritualidad. Viven siete familias, una más distinta que la otra.
Fue fundada en 2006 cuando Jimmy compró unas tierras al lado de la estancia de su madre, donde hoy es la comunidad La Tahona. El espacio es colectivo aunque cada uno se encarga de su casa y sus ingresos. No hay servicio de saneamiento ni alumbrado público. Los que quieren luz de UTE construyen su hogar más cerca del camino de entrada. Los otros usan velas y fuentes de energía renovables. Los baños son ecológicos y con los desechos se hace abono. La policlínica más cercana está a unos 4 kilómetros, a medio camino de la ciudad de Rocha. Para llegar cuentan con vehículos particulares, muchos de los cuales son compartidos entre dos familias. Todas las casas, hechas de barro, apuntan hacia el Norte para evitar los fríos vientos del Sur. Los árboles impiden la vista directa entre vecinos. Y, en lo posible, comen lo que ellos mismos plantan.
"Sabía que iba a vivir en el campo", dice este músico cuyos ingresos provienen de dictar clases en el conservatorio de la capital departamental. "Lo interesante en la ciudad es que hay movida cultural y gente. Por lo demás me quedo en las sierras, expuesto al sol y trabajando al aire libre".
Los días empiezan temprano, con el alba. Se levanta a las seis de la mañana para trabajar la tierra y preparar el desayuno. Desde hace tres meses mantiene una pequeña huerta enrejada, porque a la que tenía antes, donde está la planta de zapallitos, "la destruyó el guazubirá".
Otros días duerme un poco más porque una vez al mes tienen la fiesta de luna llena. Es una jornada particular en la que no puede faltar música y la presencia de turistas. Hay tragos, comida vegetariana, plantas nativas y un paisaje imponente que piensan seguir explotando para atraer más gente. Es una fecha de mucha interacción con el resto de la sociedad, aunque dicen no estar "contra el sistema porque en todo caso se estaría girando en torno al propio sistema".
Cuando el tiempo lo permite enciende una radio en la que solo se sintoniza el Sodre. No tiene televisión y su participación en Internet es entre poca y nula.
Al no haber un seguimiento diario de las noticias tampoco le importa la política. En todo caso, el tema en el que más se ha involucrado tiene que ver con la forestación de eucaliptos y la megaminería. No está en contra del progreso tecnológico ni tampoco de la extracción del hierro del suelo, sí de la forma en que se proyecta hacer: por el impacto ambiental y por "regalar" de esa forma los minerales uruguayos.
Claro está: la falta de una participación partidaria no va en desmedro de constantes charlas filosóficas que son moneda corriente en cada fogón.
Ese espíritu reflexivo se explica, en parte, por un alto nivel de instrucción. De hecho, "la mayoría de los integrantes de estas comunidades, al igual que en las comunidades clásicas, tiene estudios universitarios y viene de clase media y alta, lo que les permite pensar desde lo social", indica el antropólogo. Otra parte se justifica porque varios han sido nómades por el mundo en busca de su lugar. "Hemos hecho un viaje interior, buscamos nexos y hasta aquí hemos llegamos", cuenta Sebastián.
Eso le ocurrió a Lucie (42). Ella podría haber tenido una vida "acomodada" en Austria, donde sus padres trabajaban como químicos. Aun así prefirió un espacio abierto donde pueda disfrutar de los caballos junto a su esposo Santiago, a quien conoció en Rocha. Se enteró de la movida de comunidades por medio de Internet y se instaló en Uruguay hace siete años.
Con los caballos tiene una relación especial y son su único ingreso. Organiza cabalgatas que se engloban dentro del turismo sustentable. "Entre los humanos tratamos de escucharnos y hacer prevalecer el amor. También con los animales tenemos un trato de respeto, evitando el miedo y trabajando en equipo", cuenta.
Su casa es la primera de la comunidad y al igual que su filosofía la construcción es ecológica. La diseñó Karen (49) una arquitecta uruguaya especializada en bioconstrucción y que hoy vive en Campo de Corazones, también en comunidad.
Allí hay de todo. En poco más de siete hectáreas está la huerta y el gallinero, el galpón donde se imparten talleres con barro y la casa en donde viven sus cinco integrantes (aunque la idea es abarcar a siete familias), están los medios de producción colectivos y los cuartos individuales, los patos, los chanchos y las plantas medicinales que cuida Silvana (35).
Este lunes de calor Karen no para de atender el celular en medio del campo, a unos kilómetros del peaje de Pando. Tiene muchas tareas porque acaba de retornar de sus vacaciones en Cabo Polonio. Se fue con su dinero, con el que gana por los trabajos particulares como arquitecta. Es que en Campo de Corazones lo generado por la comunidad queda para un fondo común.
"El gran drama en las comunidades es la plata: cuando sobra empiezan los celos por los grandes lujos y cuando falta saltan los conflictos de necesidades", explica esta arquitecta que concretó el proyecto de vivir en comunidad hace dos años.
FORMACIÓN. Campo de Corazones funciona como un centro de formación de futuras comunidades. Los interesados aprenden allí las herramientas básicas de construcción sustentable, cultivos orgánicos, gestión de recursos, equinoterapia, cocina vegetariana y trabajo con animales de granja.
Desde que empezaron con el proyecto ya han pasado unos 200 participantes y la idea es crecer "haciendo todo con amor"; con el corazón.
Se llama Campo de Corazones porque el apellido de Karen, Hertzfeld, significa eso en alemán. Aunque también hay una filosofía de relacionamiento distinto entre los seres humanos "y los roles que la sociedad impone", explica.
A modo de ejemplo, en esta comunidad todas son mujeres, menos Ligüel (hijo de Silvana) y Carlos (31). Incluso las dos perras son hembras: Tina y Nina. "Es que acá somos nosotras las que regulamos", dice en tono de chiste Karen.
Carlos se banca esas bromas. Él se dio cuenta de que es importante el buen relacionamiento con los demás cuando tenía 13 años. "Me cambió el chip", dice. "Vivía en Montevideo y empecé a plantar algunas cosas en espacios reducidos, a generar eventos culturales y programas de radio". Pero no se siente un alternativo, porque como acota su compañera Silvana: "No se trata de una alternativa, es la única opción".
ESTIGMAS. Lucie tiene rastas para no peinarse. No es una hippie y tampoco sus compañeros, aunque muchos lo piensen. No son vagos, como se los suele estigmatizar. Se levantan temprano y "hay muchos jóvenes que generaron hábitos de trabajo por este tipo de comunidades", dice Guigou. No todos se drogan, como algunos sostienen. La pipa sagrada de los guaraníes pasa por cada integrante de la ronda, incluso por los niños, pero no se trata de un alucinógeno sino de un tabaco a base de plantas nativas. Quizás, por desconocimiento, no faltará quien piense que se trata de sectas. Ahí también hay prejuicios. Como explica la psicóloga Patricia Vidal, "en una secta existen normas que son aplicadas a todos los participantes y deben ser cumplidas para pertenecer. Hay prohibiciones y hay hermetismo". Ellos, en cambio, solo son alternativos.
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