martes, 5 de noviembre de 2024

 Hace muchos años tuve una paciente llamada Helen B., una periodista freelance de treinta y siete años. Durante nueve años, Helen había mantenido una relación con un colega casado llamado Robert. Cegada por su amor enfermizo, Helen era incapaz de pensar en él de forma racional. Durante todos esos años, Robert había incumplido todas las promesas que le había hecho. Le había propuesto irse juntos de vacaciones y había acabado llevándose a su esposa. Le había asegurado que dejaría a su mujer cuando su hijo menor fuera a la universidad, pero ese momento ya había pasado y Robert no había hecho nada al respecto. Tres meses después de que Helen empezara con la terapia, Robert le dijo que se había enamorado de otra y que iba a dejar a su esposa por ella. Helen ni negó ni rechazó esta información, pero parecía incapaz de comprender sus implicaciones. Ella me dijo que «veía más allá» y que sabía lo que «de verdad estaba pasando». «Mis amigos me decían “Robert nunca dejará a su esposa”, pero estaban equivocados: la va a dejar», me comentó con aire triunfal. Helen dijo que estaba «emocionada»; creía que la nueva novia de Robert sería «incapaz de manejarlo», así que al final regresaría con ella. Esa era una posibilidad, desde luego, pero Helen parecía creer que era una certeza y se negaba a admitir lo obvio: que Robert se había enamorado de otra mujer. Al igual que los paranoicos, los enfermos de amor recogen información con avidez, pero uno se da cuenta enseguida de la intención inconsciente que subyace en sus interpretaciones: cada nuevo hecho confirma su delirio. Durante el primer año de terapia, me encontré con que no podía ayudar a Helen a cambiar su forma de pensar. Me recordaba a esas teorías de la conspiración que sostienen que Felipe de Edimburgo ordenó asesinar a la princesa Diana, o que la CIA planeó los ataques del 11 de septiembre: ningún argumento podía hacer mella en su convicción. Cuando trataba de hacerle ver que nada de lo que Robert hacía parecía alterar sus sentimientos hacia él, se enfadaba: «¿Acaso el amor verdadero no es precisamente eso?»

Stephen Grosz

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