Un mes antes de que Mama cumpliera cincuenta y nueve años, y dos meses antes de que Jan van Hooff cumpliera los ochenta, estos dos ancianos homínidos tuvieron una emotiva reunión. Mama, consumida y moribunda, estaba entre los chimpancés más viejos del mundo en un zoo. Jan, con su pelo blanco sobresaliendo de un impermeable rojo chillón, es el profesor de biología que dirigió mi tesis doctoral hace tiempo. Ambos se conocían desde hacía más de cuarenta años. Acurrucada en posición fetal en su nido de paja, Mama ni siquiera levanta la vista cuando Jan, que se ha decidido a entrar en su jaula de noche, se aproxima a ella con unos cuantos gruñidos amistosos. Los que trabajamos con antropoides a menudo imitamos sus sonidos y gestos típicos: los gruñidos suaves son tranquilizadores. Cuando Mama finalmente se despierta, tarda un segundo en darse cuenta de lo que ocurre. Pero luego expresa una inmensa alegría al ver a Jan en persona y de cerca. Su cara cambia a una sonrisa extática, mucho más expansiva que la típica de nuestra especie. Los labios de los chimpancés son increíblemente flexibles y pueden plegarse hacia fuera, de modo que vemos no solo los dientes y las encías, sino también el interior de los labios de Mama. La mitad de la cara de Mama es una amplia sonrisa acompañada de gañidos; un sonido suave y agudo para los momentos de gran emoción. En este caso la emoción es claramente positiva, porque ella intenta alcanzar la cabeza de Jan mientras se inclina hacia delante. Acaricia su pelo, y luego rodea su cuello con uno de sus largos brazos para acercarlo más a ella. Durante este abrazo, sus dedos golpetean rítmicamente la cabeza y el cuello de él en un gesto confortador que los chimpancés emplean también para calmar a un infante que llora. Esto era típico de Mama: debió de notar la inquietud de Jan por haber invadido su dominio, y le estaba haciendo saber que no tenía de qué preocuparse. Estaba contenta de verle.
Frans de Waal
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