lunes, 4 de noviembre de 2024

 Mientras el sabio aspira a la felicidad en este mundo, el santo anhela la felicidad en el más allá, cerca de su Creador. Los últimos días de Jesús son un buen ejemplo de ello: porque aspira, como cualquier ser humano, a la felicidad, no desea en modo alguno ser apresado por la guardia de los sumos sacerdotes para ser entregado a Poncio Pilatos y condenado a muerte. De ahí, esa escena angustiosa y conmovedora en el Monte de los Olivos descrita por el evangelista Mateo: «Y tomando a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y angustiarse. Entonces le dijo: “Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo”. Y adelantándose un poco, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú”».4 A pesar de su angustia, Jesús acepta entregar su vida libremente, pues quiere seguir siendo fiel a la voz de la verdad que lo guía (la de quien él nombra como su «Padre»), en lugar de salir huyendo, como le sugieren sus discípulos. Sacrifica su felicidad terrestre por fidelidad a la verdad y a un mensaje de amor incompatible con el legalismo religioso, que sitúa la rigidez de la Ley por encima de todo. El final de Sócrates es bastante similar al de Jesús. Él también se niega a huir, e ingiere la cicuta, un veneno letal, obedeciendo a los jueces que lo han condenado a la pena de muerte. Sentencia inicua donde las haya, pero Sócrates no quiere desobedecer las leyes de la polis, pues considera que todo ciudadano debe someterse a ellas. En nombre de sus propios valores, renuncia a la felicidad y a la vida. Sócrates, que en ciertos aspectos parece más un santo que un sabio, en realidad, desconfía de la palabra «felicidad». Prefiere hablar, según Platón, de búsqueda de una vida «buena», basada en unos valores como el bien, lo bello, lo justo, en lugar de buscar una vida «feliz» que pueda ir en contra de la justicia: ¿acaso el tirano, el egoísta, el cobarde no buscan también la felicidad? Aunque Jesús o Sócrates sacrifican su vida en nombre de una verdad o de unos valores más elevados que la felicidad terrestre, creen en la felicidad suprema y aspiran a ella tras la muerte. Jesús estaba convencido de que resucitaría para vivir en el más allá una felicidad eterna junto a Dios. El Apocalipsis, último libro de la Biblia cristiana, describe así la «Jerusalén celeste», metáfora de la vida eterna: «He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres […] y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado».5 Sócrates también estaba convencido de que para los hombres justos existía en el más allá un lugar de felicidad al que aspiraba.6 El anhelo de ambos fue en definitiva el de una felicidad diferida.

Frederic Lenoir

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