«¿Por qué escribimos? Creo que cada uno tiene su propia respuesta para esa simple pregunta. Uno tiene predisposiciones, un entorno, circunstancias. Defectos, también. Si estamos escribiendo, significa que no estamos actuando. Que nos encontramos en dificultades cuando enfrentamos a la realidad y hemos elegido otra manera de reaccionar, otro camino para comunicar, una cierta distancia, un tiempo para reflexionar. Si examino las circunstancias que me llevaron a escribir —y esto no es mera autoindulgencia sino un deseo de precisión— veo con claridad que el punto de inicio para mí fue la guerra. No la guerra en el sentido del tiempo específico de un magno trastorno, donde se experimentan eventos históricos, como la campaña francesa en la batalla de Valmy, como la retrata Goethe del lado germánico o mi ancestro François por el bando de la armée révolutionnaire. Este debió ser un momento de exaltación y patetismo. No, para mí guerra es lo que los civiles experimentan, niños pequeños primero y todos los demás. Ni una sola vez la guerra ha sido para mí un momento histórico. Estábamos hambrientos, estábamos temerosos, teníamos frío, y eso es todo. Recuerdo haber visto a las tropas del Mariscal Rommel pasando por mi ventana en camino a los Alpes, buscando un pasaje hacia el norte de Italia y Austria. No tengo un recuerdo particularmente vívido de tal evento. Recuerdo, sin embargo, que durante los años siguientes a la guerra carecíamos de todo, particularmente libros y materiales para escribir. A falta de papel y tinta, realicé mis primeros textos y dibujos en la contraportada de los libros usando un lápiz bicolor, rojo y azul. Esto me dejó una cierta preferencia por el papel rugoso y los lápices ordinarios. A falta de libros para niños, leía los diccionarios de mi abuela. Eran como un maravilloso portón, a través del cual me embarqué en el descubrimiento del mundo, me extravié y soñé despierto mientras miraba las láminas ilustradas y los mapas y las listas de palabras poco familiares. El primer libro que escribí, a la edad de 6 o 7 años, se tituló, más o menos, Le Globe à mariner. Inmediatamente después escribí la biografía de un imaginario monarca llamado Daniel III —¿podría haber sido sueco?— y un relato contado por una gaviota. Era un tiempo de reclusión. A los chicos apenas se les permitía salir de casa a jugar, porque en los jardines y descampados alrededor de la casa de la abuela aún había minas enterradas. Recuerdo que un día, mientras caminaba a la orilla del mar, llegué a un terreno cercado por alambre de púas: en la entrada había un aviso en alemán y francés que amenazaba a los intrusos y estaba rematado con un cráneo para dejar el mensaje perfectamente claro. Es fácil entender, en ese contexto, el deseo de escapar —y de ahí, el deseo de soñar y de poner esos sueños en la escritura. Mi abuela materna, sin embargo, era una gran contadora de historias, y se sentaba durante las largas tardes a contar sus historias. Éstas eran siempre muy imaginativas y su escenario eran los bosques —quizás en África o en Mauritius, la isla de los Macabeos— donde el personaje principal era un mono que tenía mucho talento para las travesuras y cuyas inquietudes siempre lo llevaban a las más peligrosas aventuras. Después, viajaría a África y pasaría tiempo allí, para descubrir el verdadero bosque, uno donde casi no había animales. Pero un oficial de distrito en la villa de Obudu, cerca de la frontera con Camerún, me enseñó cómo escuchar el tamborileo de los gorilas en una pradera cercana, provocado al golpear sus pechos. Y de esa jornada, y el tiempo que pasé allí (en Nigeria, donde mi padre era doctor extramuros) no sería la sustancia que rescataría para futuras novelas, pero sí el nacimiento de una segunda personalidad, un ensoñador que estaba fascinado con la realidad al mismo tiempo, y esta personalidad ha estado conmigo durante toda mi vida desde entonces —y ha constituido una dimensión contradictoria, una extranjería dentro de mí mismo que ha sido a veces fuente de sufrimiento. Dada la lentitud de la vida, me ha tomado la mejor parte de mi existencia el entender la importancia de esta contradicción. Los libros entraron en mi vida en un periodo posterior.
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