El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había
malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir;
había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido dolores durante
dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado unos polvos y me
había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado un baño caliente,
absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo y hojeado las cartas,
todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia respiratoria, dejando hoy
por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de paseo una hora y había visto
dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de preciosos cirros. Esto era muy bonito,
igual que la lectura en los viejos libros y el estar tendido en el baño caliente; pero, en suma,
no había sido precisamente un día encantador, no había sido un día radiante, de placer y
Ventura, sino simplemente uno de estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí
desde hace mucho tiempo los corrientes y normales; días mesuradamente agradables,
absolutamente llevaderos, pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días
sin dolores especiales, sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin
desesperanza; días en los cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones
ni miedos, hasta la cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del
célebre autor de los Estudios y sufrir un accidente al afeitarse.
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