domingo, 6 de agosto de 2023

Lou Marinoff

 En el apogeo de su poder, el emperador Gengis Kan gobernaba sobre una vasta extensión de tierra que iba desde el mar de China hasta el río Danubio. Sin embargo, tal como escribió el poeta Robert Browning, el alcance de un hombre debe exceder lo que éste abarca, y así era incluso para el insigne Kan. Igual que cualquier hombre corriente, también él tenía ambiciones insatisfechas y sueños irrealizados. Pero igual que le sucede a cualquier hombre corriente, sus ambiciones y sueños eran excepcionalmente difíciles de alcanzar. A los sesenta años, en el cenit de su poder y su carrera, le preocupó no vivir lo suficiente para cumplir con su destino. La mortalidad le pesaba mucho, de modo que el gran Kan buscó la manera de prolongar su vida. Pero nadie en su círculo de familiares y amigos, consejeros y aliados, estrategas y chamanes, pudo darle un consejo satisfactorio acerca del eterno desafío de engañar a la muerte. Consultó en vano con sabios cristianos, musulmanes, budistas y zoroástricos. Finalmente el Kan envió emisarios en busca del hombre más sabio que vivía en su reino, un septuagenario sabio taoísta que se llamaba Ch’ang-Ch’un. Este taoísta se había vuelto tan legendario que había rehusado una invitación similar de la corte de la dinastía Song del sur de China. Pero una invitación a visitar e instruir a Gengis Kan no podía declinarse a la ligera, de modo que el anciano sabio emprendió una odisea que lo llevaría desde la península de Shandong hasta las profundidades del Hindu Kush, en un viaje de ida y vuelta en que recorrería quince mil kilómetros a lo largo de cuatro años. Este asombroso viaje, cuya crónica escribió un discípulo chino, fue traducida al inglés por Arthur Waley y publicada con el título de The Travels of an Alchemist. Cuando finalmente se encontraron, Ch’ang-Ch’un no se arrodilló ni hizo reverencia alguna ante el gran Kan. En tan alta estima se tenía a los más célebres sabios taoístas (y confucianos y budistas), que no se postraban ni siquiera delante de los emperadores. Su poder espiritual se consideraba mayor que el poder temporal de los soberanos. Ch’ang-Ch’un dijo con franqueza al Kan que el poder del Tao sin duda podía protegerle la vida —es decir, mejorar su calidad— pero que no podía garantizar su prolongación. El Kan, que gobernaba sobre un vasto imperio, no sabía cómo usar el poder del Tao y se avino a aprenderlo con Ch’ang-Ch’un. La esencia del consejo de Ch’ang-Ch’un fue: «Evita el exceso, la extravagancia y la complacencia. La calidad de vida, junto con la serenidad suprema, emana del equilibrio. La infelicidad, la frustración, la ira y todos los demás tormentos emanan del desequilibrio. Las claves para llevar una vida equilibrada comprenden el quietismo, el dominio de sí mismo y la meditación.» Tales prácticas, por supuesto, hasta entonces no habían figurado en la agenda diaria del hombre más poderoso del mundo. Buscando el dominio sobre todos los hombres con excepción de sí mismo, Gengis Kan sufría. En cambio, alcanzando el dominio de sí mismo sin buscar nada en los demás, Ch’ang-Ch’un encontró la serenidad. De modo que el sabio taoísta procedió a instruir al Kan en hábitos y estados mentales propicios para llevar una vida de calidad. Gengis Kan, y su imperio con él, padecía un exceso de yang. Pero Gengis Kan debía cumplir con su destino, y por eso Ch’ang-Ch’un (igual que su maestro Lao Tzu) no reprendió al Kan por ser quien era. Tal como escribió Lao Tzu: «Cuando un hombre se dispone a adueñarse del mundo para cambiarlo, entiendo que debe hacerlo.» Sin embargo, el desequilibrio de yang en la vida del Kan se reflejó inevitablemente en su imperio, que se desmoronó tan deprisa como se había forjado. El exceso de yang volvió duro su imperio, pero también quebradizo. Carente de yin, no era lo bastante flexible para perdurar mucho tiempo. Éste es siempre el precio de ignorar el Tao. De ahí que los sabios taoístas se esfuercen en alcanzar el equilibrio, porque el exceso invariablemente trae consigo su complemento, la escasez. Esto fue cierto para Gengis Kan, y también es cierto para ti y para mí, porque el Camino nos gobierna a todos. Camina por tu sendero con sensatez y prosperarás. Písalo con desatino y pagarás por ello. La elección es tuya. En Occidente somos demasiados los que hemos tirado esas claves o las hemos intercambiado por el consumo irresponsable y la complacencia. Cuando haya más occidentales que recojan estas claves, descubrirán que el poder del Tao abre las puertas que conducen a una vida de equilibrio, serenidad y calidad.

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