martes, 15 de agosto de 2023

 El desconsuelo, cuando llega, no tiene nada que ver con lo que esperamos. No fue eso lo que sentí cuando mis padres murieron; mi padre murió pocos días antes de cumplir ochenta y cinco, y mi madre un mes antes de los noventa y uno; en ambos casos, después de años de progresivo deterioro.

Entonces sentí tristeza, soledad (la soledad del niño abandonado sea cual sea su edad), nostalgia por el tiempo pasado, por las cosas no dichas, por mi incapacidad para compartir o para darme cuenta, al final, del dolor, la impotencia y la humillación física que ambos soportaron.
Comprendí lo inevitable de cada una de estas muertes. Las había esperado, temido, anticipado y me habían sobrecogido toda mi vida. Cuando finalmente ocurrieron, permanecieron alejadas, a cierta distancia del curso de mi vida cotidiana.
Tras la muerte de mi madre, recibí una carta de un amigo de Chicago, un antiguo misionero de Maryknoll, que intuyó acertadamente lo que yo sentía. La muerte de nuestros padres, escribía, «a pesar de lo preparados que estemos, a pesar de la edad que tengamos, remueve cosas muy profundas, provoca reacciones que nos sorprenden y puede liberar recuerdos y sentimientos que habíamos creído enterrados hace mucho tiempo. En ese período indefinido que llamamos duelo, podríamos estar en un submarino, silencioso en el fondo del océano, conscientes de las cargas de profundidad, tan pronto cerca como lejos, golpeándonos con recuerdos».
Mi padre había muerto, mi madre había muerto;
durante un tiempo tendría que ir con pies de plomo, pero aun así podía levantarme por la mañana y enviar la ropa a la lavandería.
Aun así podía preparar un menú para la comida de Pascua.
Aun así me acordaba de renovar el pasaporte.
El desconsuelo es diferente. El desconsuelo no tiene distancia. El desconsuelo llega en oleadas, en acometidas, en repentinos arrebatos que debilitan las rodillas, ciegan los ojos y borran la cotidianidad de la vida. Virtualmente todos los que han experimentado el desconsuelo mencionan este fenómeno de las «oleadas». Eric Lindemann, jefe de Psiquiatría del Hospital General de Massachusetts en los años cuarenta, que entrevistó a muchos familiares de los muertos en el incendio que se produjo en 1942 en el club Cocoanut Grove, definió el fenómeno con absoluta precisión en un famoso estudio de 1944: «Sensaciones de angustia somática se sucedían en oleadas que duraban de veinte minutos a una hora, una sensación de opresión en la garganta, asfixia por falta de aliento, necesidad de suspirar y sensación de vacío en el abdomen, falta de fuerza muscular y una intensa angustia descrita como tensión o dolor espiritual».
Opresión en la garganta.
Asfixia, necesidad de suspirar.

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