El espacio, dejadme que lo repita, es enorme. La distancia media entre estrellas es ahí fuera de más de 30 millones de millones de kilómetros. Son distancias fantásticas y descomunales para cualquier viajero individual, incluso a velocidades próximas a la de la luz. Por supuesto, es posible que seres alienígenas viajen miles de millones de kilómetros para divertirse, trazando círculos en los campos de cultivo de Wildshire, o para aterrorizar a un pobre tipo que viaja en una furgoneta por una carretera solitaria de Arizona —deben de tener también adolescentes, después de todo—, pero parece improbable. De todos modos, la posibilidad estadística de que haya otros seres pensantes ahí fuera es bastante grande. Nadie sabe cuántas estrellas hay en la Vía Láctea. Los cálculos oscilan entre unos 100.000 millones y unos 400.000 millones. La Vía Láctea sólo es una de los 140.000 millones de galaxias, muchas de ellas mayores que la nuestra. En la década de los sesenta, un profesor de Cornell llamado Frank Drake, emocionado por esos números descomunales, ideó una célebre ecuación para calcular las posibilidades de que exista vida avanzada en el cosmos, basándose en una serie de probabilidades decrecientes. En la ecuación de Drake se divide el número de estrellas de una porción determinada del universo por el número de estrellas que es probable que tengan sistemas planetarios. El resultado se divide por el número de sistemas planetarios en los que teóricamente podría haber vida. A su vez esto se divide por el número de aquellos en los que la vida, después de haber surgido, avance hasta un estado de inteligencia. Y así sucesivamente. El número va disminuyendo colosalmente en cada una de esas divisiones… pero, incluso con los datos más conservadores, la cifra de las civilizaciones avanzadas que puede haber sólo en la Vía Láctea resulta ser siempre de millones. Qué pensamiento tan interesante y tan emocionante. Podemos ser sólo una entre millones de civilizaciones avanzadas. Por desgracia, al ser el espacio tan espacioso, se considera que la distancia media entre dos de esas civilizaciones es, como mínimo, de doscientos años luz, lo cual es bastante más de lo que parece. Significa, para empezar, que aun en el caso de que esos seres supiesen que estamos aquí y fueran de algún modo capaces de vernos con sus telescopios, lo que verían sería la luz que abandonó la Tierra hace doscientos años. Así que no nos están viendo a ti y a mí. Están viendo la Revolución francesa, a Thomas Jefferson y a gente con medias de seda y pelucas empolvadas…, gente que no sabe lo que es un átomo, o un gen, y que hacía electricidad frotando una varilla de ámbar con un trozo de piel, y eso le parecía un truco extraordinario. Es probable que cualquier mensaje que recibamos de esos observadores empiece diciendo: «Señor caballero», y que nos felicite por la belleza de nuestros caballos y por nuestra habilidad para obtener aceite de ballena. En fin, doscientos años luz es una distancia tan alejada de nosotros como para quedar fuera de nuestro alcance. Así que, aunque no estemos solos, desde un punto de vista práctico si lo estamos. Carl Sagan calculó que el número probable de planetas del universo podía llegar a ser de hasta 10.000 millones de billones, un número absolutamente inimaginable. Pero lo que también resulta inimaginable es la cantidad de espacio por el que están esparcidos. «Si estuviéramos insertados al azar en el universo —escribió Sagan —, las posibilidades que tendríamos de estar en un planeta o cerca de un planeta serían inferiores a 1.000 millones de billones. (Es decir, 10 33 , o uno seguido de treinta y tres ceros). Los mundos son muy valiosos».
Bill Bryson
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