Los universos paralelos se denominan justamente así porque no se cruzan unos con otros. Sobre el papel, no tenemos forma de intervenir ni llegar hasta ellos. Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si determinados condicionantes desencadenaran una suerte de «agujero de gusano» que permitiera interconectar esas múltiples realidades? ¿Acaso las sincronicidades no forman un puente entre la materia y la mente?
Al igual que los niveles más profundos de la materia están irremediablemente conectados a niveles superiores, es posible que se descubra que las regiones más profundas del inconsciente colectivo dependen hasta cierto punto de la actividad consciente y están condicionados por ella. Parece una explicación adecuada para el caso de las dos Wanda Marie Johnson. Sí, has leído bien: dos mujeres con el mismo nombre.
Vidas paralelas
La primera era encargada de equipajes en Adelphi, en el estado norteamericano de Maryland.
La otra, enfermera en el hospital de Suitland, en el mismo estado. Lo curioso es que la estación de trenes se llama Union Washington y el hospital, DC General Washington. Ambas habían nacido el 15 de junio de 1953, habían vivido en el mismo distrito de Columbia y ambas se habían mudado al distrito Prince Georges. Las dos conducían el mismo modelo de vehículo, un Ford Granada con matrícula de 1977. De los once dígitos de su matrícula, por cierto, sólo los tres últimos eran distintos. Como en EE. UU. se asigna el número de carné de conducir según el nombre y la fecha de nacimiento del titular, la Wanda Marie Johnson de Adelphi descubrió que algo extraño sucedía cuando el departamento de tráfico del estado contactó con ella para comunicarle que precisaba llevar gafas para conducir. ¡Si la miope era la Wanda Marie de Suitland! Entonces descubrió que su historial médico contenía informaciones contradictorias porque cuando ambas mujeres todavía residían en Columbia dieron a luz a sus hijos en el mismo hospital: el Howard University.
Intentó localizar en vano a su álter ego. Mientras, empezaron a acosarla por el pago de deudas que ella no había contraído o recibía llamadas de desconocidos, hasta que un reportero del Washington Post logró reunirlas en 1978 y contar su historia. Se hicieron amigas, pero ninguna quiso cambiar de nombre.
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