En algunas zonas del mundo ni siquiera los pensadores más profundos se han preocupado por el misterio de la creación. En efecto, las preocupaciones cotidianas han ocupado su pensamiento y han constituido el núcleo central de su filosofía. Han prestado, pues, escasa atención a los enigmas del origen y el destino y tampoco les ha perturbado la posibilidad de que existan otros mundos antes o después de éste. ¿Son peores por ello? Su indiferencia ante los misterios de la creación les ha permitido dedicar toda su energía a las tareas de este mundo. Pero esto es también un síntoma de una actitud de recelo ante el cambio, de la resistencia a imaginar lo nuevo.
«Si aún no sabemos cómo servir al hombre —advertía Confucio (c. 551-479 a. C. )—, ¿cómo podemos saber servir a los espíritus?». Y cuando se le preguntaba respecto a la muerte, contestaba: «Si todavía no sabemos acerca de la vida, ¿cómo podemos saber acerca de la muerte?». ¿Acaso hay que sorprenderse de que los chinos nos hayan dejado un escaso repertorio de mitos sobre la creación? El único mito sobre la creación que ha pervivido en la tradición popular china parece haber sido tomado en época tardía de Sumer o del Rig-Veda .
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