Desde hace años, sociólogos, antropólogos o psicólogos vienen advirtiendo sobre la infantilización de la sociedad postindustrial. La media de edad aumenta incesantemente, la población envejece, pero los rasgos adolescentes permanecen en una porción significativa de sujetos adultos. La juventud se ha convertido en icono de culto, objeto de incesante alabanza, de veneración. Lo grave no es que la gente intente aparentar juventud física, recurra en exceso a la cirugía estética o a los implantes capilares. Es más preocupante que un creciente porcentaje de adultos se afane en el cultivo consciente de su propia inmadurez. Hoy día no son los jóvenes quienes imitan la conducta de los adultos… sino al revés. La experiencia, el conocimiento que proporciona la edad no es ya virtud sino rémora, un lastre del que desprenderse a toda costa.
El discurso político se simplifica, dogmatiza, se agota en sí mismo, se limita a meras consignas, sencillas estampas. Pierde la complejidad que correspondería a un electorado adulto. En concordancia con la visión adolescente del mundo, no se exige en los líderes políticos ideas, capacidad de elaboración, sino belleza, atractivo, tópicos, divertidas frases, una imagen que conecte con un electorado envejecido en edad pero muy rejuvenecido en mentalidad.
Los nuevos tiempos son testigos de la preponderancia de los rasgos infantiles sobre los maduros. La impulsividad, los instintos, dominan a la reflexión; el placer a corto plazo a la búsqueda del horizonte. Los derechos, o privilegios, imperan sobre los denostados deberes, esas pesadas obligaciones de un adulto. La inclinación a la protesta, al pataleo, domina a la auto superación. Y la imagen se antepone al mérito y el esfuerzo.
Los medios de comunicación actúan en consecuencia: incluso la prensa más seria promociona el cotilleo más obsceno, el chascarrillo, el escándalo, esas noticias que hacen las delicias del público con mentalidad adolescente. Resulta preocupante la fuerte deriva de la prensa hacia el puro entretenimiento, la mera diversión, en detrimento de la información y análisis rigurosos. La preponderancia de ubres y glúteos sobre la opinión razonada.
El creciente infantilismo fomenta la difusión de miedos, esos temores inventados o exagerados que generan los reflejos distorsionados de la calle en la oscuridad de la habitación. Surge una “sociedad del pánico“, tremendamente conservadora, que en el cambio ve peligros, no oportunidades. Una colectividad asustadiza, víctima fácil del terrorismo internacional. Jamás fue el mundo tan seguro como en el presente; pero nunca el ciudadano medio vivió tan aterrado. Ni el intelectual tan temeroso de escribir lo que ocurre.
Vivimos en una sociedad bastante cobarde, insegura, que se asusta de su sombra, de lo que come o respira, que siente pánico ante noticias que, por definición, no son más que excepciones. Prueba de ello es la creciente atracción por el milenarismo: igual que en la Edad Media, los predicadores del Apocalipsis ejercen una singular fascinación, aunque sólo pretendan llenarse los bolsillos.
https://disidentia.com/incontenible-infantilizacion-occidente/
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