Kierkegaard decía que no podía olvidarse de sí mismo ni siquiera al dormir. «Puedo abstraerme de todo menos de mí mismo.» ¿Defecto? ¿Virtud? ¿O, a partir de su mera manifestación filosófica, invitación a trascender el yo, a potenciarlo, a cultivarlo para engrandecerlo y valorarlo en el contacto con los demás? Los demás no son lo de menos. El yo sólo alcanza plenitud cuando sale de sí mismo y crea su vida, a la vez que la habita. El yo en el mundo es como una casa en la que sólo se vive mientras se construye. Y la tarea es interminable. Alcanzamos, con suerte, a darle un valor compartido. Mi subjetividad, mi yo, sólo adquiere valor si se une a la objetividad del mundo exterior a mi yo y al cual me ligo mediante una subjetividad colectiva que llamamos civilización, sociedad, cultura, trabajo.
Pero una vez allí, en el centro de esa estrella que nos da la sensación de plenitud —yo, el mundo y mi subjetividad enriquecida por la sociedad y la cultura a las que mi trabajo enriquece—, todos nos miramos de nuevo en el espejo del yo, miramos allí la vanidad herida, el egoísmo detestable, el reflejo en nosotros mismos de lo que más odiamos en los demás, nos sentimos culpables si cerramos los ojos, quisiéramos suplir el mandato socrático por un absoluto «ignórate a ti mismo», abrimos de nuevo los ojos, nos vemos desnudos en el espejo y reconocemos al cabo lo que más angustiosamente nos identifica, a cada uno en la soledad y a cada uno en la comunión con nuestros semejantes.
Es una hostia amarga. No tiene respuesta. No sabemos qué es el cuerpo. No sabemos qué es el alma. Y nada nos identifica más que la ignorancia de lo que somos. «La manera como el cuerpo se une al alma no puede ser entendida por el hombre y, sin embargo, es el hombre» (San Agustín).
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