En el tercer día del año 47 antes de Cristo, ardió la biblioteca más famosa de la antigüedad.
Las
legiones romanas invadieron Egipto, y durante una de las batallas de
Julio César contra el hermano de Cleopatra, el fuego devoró la mayor
parte de los miles y miles de rollos de papiro de la Biblioteca de
Alejandría.
Un par de milenios después, las
legiones norteamericanas invadieron Irak, y durante la cruzada de George
W. Bush contra el enemigo que él mismo había inventado se hizo ceniza
la mayor parte de los miles y miles de libros de la Biblioteca de
Bagdad.
En toda la historia de la humanidad, hubo
un solo refugio de libros a prueba de guerras y de incendios: la
biblioteca andante fue una idea que se le ocurrió al Gran Visir de
Persia, Abdul Kassem Ismael, a fines del siglo X.
Hombre
prevenido, este incansable viajero llevaba su biblioteca consigo.
Cuatrocientos camellos cargaban ciento diecisiete mil libros, en una
caravana de dos kilómetros de largo.
Los camellos
también servían de catálogo de obras: cada grupo de camellos llevaba los
títulos que comenzaban con una de las treinta y dos letras del alfabeto
persa.
Eduardo Galeano,
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