«Toda nuestra vida —dijo William James en un prólogo— no es sino una masa de hábitos —prácticos, emocionales e intelectuales— sistemáticamente organizados para bien o para mal, que nos conduce irresistiblemente hacia nuestro destino, sea éste lo que fuere.» James, que murió en 1910, procedía de una familia pudiente. Su padre era un teólogo rico y eminente. Su hermano, Henry, era un escritor brillante y famoso cuyas novelas todavía se estudian en la actualidad. William, a sus 30 años, era el único de la familia que no había conseguido nada. Había sido un niño enfermo. Primero quiso ser pintor, pero se matriculó en la Facultad de Medicina, luego dejó los estudios para ir a una expedición por el río Amazonas. Pero luego tampoco fue. Se castigaba a si mismo en su diario por no ser bueno en nada. Es más, ni siquiera estaba seguro de que pudiera mejorar. En la Facultad de Medicina visitó un hospital psiquiátrico y vio a un hombre que se daba golpes contra la pared. El doctor le explicó que ese paciente tenía alucinaciones. James no le dijo que muchas veces sentía que compartía más cosas con los pacientes que con sus compañeros de carrera. «Hoy, casi he tocado fondo, y percibo claramente que he de enfrentarme a la opción con los ojos abiertos —escribió James en su diario, en 1870, cuando tenía 28 años—. ¿Debo sinceramente lanzar por la borda el tema de la moral, por no ser adecuado para mis aptitudes innatas?» En otras palabras, ¿es el suicidio la mejor opción? Dos meses después, James tomó una decisión. Antes de cometer una imprudencia, realizaría un experimento de un año. Pasaría doce meses creyendo que tenía el control sobre sí mismo y sobre su destino, que po— día mejorar,-que- tenía libre albedrío para cambiar. No había pruebas de que fuera cierto. Pero se liberaría para creer que el cambio era posible, aunque todo demostrara lo contrario. «Creo que ayer mi vida estaba en crisis», escribió en su diario. Y respecto a su capacidad para cambiar, escribió: «De momento —hasta el año que viene— voy a suponer que no es una ilusión. Mi primer acto de libre albedrío será creer en el libre albedrío.» En el año siguiente, practicó cada día. Escribía en su diario como si su control sobre si mismo y sus decisiones fueran incuestionables. Se casó. Se puso a dar clases en Harvard; Empezó a frecuentar la compañía de Oliver Wendell Holmes, Ir., que acabaría siendo magistrado de la Corte Suprema, y de Charles Sanders Peirce, pionero en el estudio de la semiótica, en un grupo de debate al que bautizaron como el Club de la Metafísica. A los dos años de haber escrito aquello en su diario, Iames envió una carta al filósofo Charles Renouvier, que había hablado extensamente sobre el libre albedrío. «No quiero dejar pasar esta oportunidad para comunicarle la admiración y gratitud que ha suscitado en mí la lectura de sus Essais —escribió Iames—. Gracias a usted, tengo por primera vez un concepto inteligible y razonable de la libertad... Puedo decir que a través de esa filosofía estoy empezando a experimentar un renacer de la vida moral; y puedo asegurarle, señor, que no es una nimiedad.» Posteriormente escribiría su famoso ensayo donde dice que la voluntad de creer es el ingrediente más importante para creer en el cambio. Y que uno de los métodos más importantes para crear esa creencia son los hábitos. Los hábitos son lo que nos permite «hacer algo con dificultad por primera vez, pero pronto lo hacemos más veces y con más facilidad, hasta que al final, con la suficiente práctica, lo hacemos medio mecánicamente, o casi sin ser conscientes en absoluto». Cuando elegirnos quiénes queremos ser, las personas nos desarrollamos «del modo en que nos hemos estado ejercitando, del mismo modo que una hoja de papel arrugada o un abrigo doblado, tienden a doblarse siempre por los mismos pliegues». Si crees que puedes cambiar —si lo conviertes en un hábito“, el cambio se hace realidad. Éste es el verdadero poder del hábito: la idea de que nuestros hábitos son lo que elegimos que sean. Una vez que hemos elegido w—y se vuelven automáticos, habituales—, no sólo es real, sino que empieza a ser inevitable —como escribió Iames— aquello que nos conduce «irresistiblemente hacia nuestro destino, sea éste 10 que fuere». La forma en que pensamos habitualmente sobre nuestro entorno y sobre nosotros mismos crea los mundos en que vivimos. «Hay dos peces jovencitos que nadan juntos y se encuentran con un pez mayor que ellos que nada en sentido contrario; al cruzarse les hace una señal con la cabeza para saludarles y les dice: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?” -——contó el escritor David Foster Wallace a una clase de graduados en 2005—. Y los dos pececitos nadan un poco más, hasta que al final, uno de ellos mira al otro y le dice: “¿Qué diablos es el agua?”» El agua —los hábitos y los patrones— son las opciones inconscientes y las decisiones invisibles que nos rodean a diario. Las cuales, por el mero hecho de contempladas, se vuelven visibles. Y cuando algo se hace visible, está bajo nuestro control. A lo largo de su vida William James escribió sobre los hábitos y su función principal para crear felicidad y éxito. Al final dedicó todo un capítulo de su obra maestra Principios de psicología a este tema. El agua, dijo, es la mejor analogía para el funcionamiento de los hábitos. El agua «cava un canal para sí misma, que se ensancha y se hace más profundo; y, cuando ha dejado de fluir, y vuelve a hacerlo de nuevo, reanuda el camino que ella misma había trazado antes».
Tú sabes cómo rehacer ese camino. Ahora ya puedes nadar
Charles Duhigg
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