Somos libres y no podemos dejar de serlo. Somos responsables de nuestras acciones, y nuestras vidas están lastradas por el deseo, la culpa y la angustia, sobre todo con respecto a lo que otros piensan de nosotros. Esto nos lleva a padecer emociones irritantes como la culpa, la vergüenza y el bochorno. Y, por si esto no fuese lo suficientemente terrible, estamos condenados a morir desde el momento en que nacemos en este universo insignificante en el que no hay ningún Dios o, en todo caso, uno muy esquivo. Sorprendentemente, a pesar de esta historia trágica, el existencialismo es, en el fondo, una filosofía positiva y optimista. ¿Cómo es esto posible? Pues porque el existencialismo describe cómo vivir una vida que valga la pena a pesar de que la existencia humana no tenga sentido y esté repleta de sufrimiento y miseria. El planteamiento general es que no se puede crear una vida realmente sincera y provechosa mediante la fantasía. Tienes que basar tu vida en la comprensión y la aceptación de cómo son las cosas; en caso contrario, siempre estarás engañándote a ti mismo mientras anhelas ser feliz para siempre. Tan solo una persona lo suficientemente sabia como para abandonar la idea de perseguir la ilusión de satisfacción total puede esperar alcanzar una satisfacción relativa. En su ensayo filosófico El mito de Sísifo, el filósofo existencialista Albert Camus compara la existencia humana con el drama del personaje mitológico Sísifo, que está condenado eternamente a empujar una enorme roca hasta la cima de una montaña para ver cómo vuelve a caer cuesta abajo. Camus se pregunta si la vida merece la pena ser vivida, teniendo en cuenta que es tan absurda e inútil como el martirio de Sísifo. «No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía»
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