encerrados en escuelas y universidades
entre diez y quince años, y salimos con
una maleta de vientos, un recuerdo de
palabras y sin saber nada. "
encerrados en escuelas y universidades
entre diez y quince años, y salimos con
una maleta de vientos, un recuerdo de
palabras y sin saber nada. "
"Que el año que viene
esté lleno de magia,
sueños y locura buena.
Deseo que leas buenos libros
y que beses a alguien que crea
que eres maravillosa,
no olvides crear, algo de arte
-escribe, dibuja
o construye ó canta
ó vive. como solo tu puedes hacerlo,
Y espero que en algún momento
del año entrante
te sorprendas a ti misma'
Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Tres cosas acababan de ocurrir me por entonces: la primera es que mi padre había muerto; la segunda es que mi mujer me había abandonado; la tercera es que yo había abandonado mi carrera de escritor. Miento. La verdad es que, de esas tres cosas, las dos primeras son exactas, exactísimas; no así la tercera. En realidad, mi carrera de escritor no había acabado de arrancar nunca, así que difícilmente podía abandonarla. Más justo sería decir que la había abandonado apenas iniciada. En 1989 yo había publicado mi primera novela; como el conjunto de relatos aparecido dos años antes, el libro fue acogido con notoria indiferencia, pero la vanidad y una reseña elogiosa de un amigo de aquella época se aliaron para convencerme de que podía llegar a ser un novelista y de que, para serlo, lo mejor era dejar mi trabajo en la redacción del periódico y dedicarme de lleno a escribir. El resultado de este cambio de vida fueron cinco años de angustia económica, física y metafísica, tres novelas inacabadas y una depresión espantosa que me tumbó durante dos meses en una butaca, frente al televisor. Harto de pagar las facturas, incluida la del entierro de mi padre, y de verme mirar el televisor apagado y llorar, mi mujer se largó de casa apenas empecé a recuperarme, y a mí no me quedó otro remedio que olvidar para siempre mis ambiciones literarias y pedir mi reincorporación al periódico. Acababa de cumplir cuarenta años, pero por fortuna —o porque no soy un buen escritor, pero tampoco un mal periodista, o, más probablemente, porque en el periódico no contaban con nadie que quisiera hacer mi trabajo por un sueldo tan exiguo como el mío— me aceptaron. Se me adscribió a la sección de cultura, que es donde se adscribe a la gente a la que no se sabe dónde adscribir. Al prin‐ cipio, con el fin no declarado pero evidente de castigar mi deslealtad —puesto que, para algunos periodistas, un compañero que deja el periodismo para pasarse a la novela no deja de ser poco menos que un traidor—, se me obligó a hacer de todo, salvo traerle cafés al director desde el bar de la esquina, y sólo unos pocos compañeros no incurrieron en sarcasmos o ironías a mi costa. El tiempo debió de atenuar mi infidelidad: pronto empecé a redactar sueltos, a escribir artículos, a hacer entrevistas.
No presencié los acontecimientos más importantes de mi vida. Mi historia más profunda debe ser contada por un ciego, un prisionero del sonido. Desde detrás de una pared, desde debajo de la tierra. Desde la esquina de una casa pequeña en una isla pequeña que sale como un hueso de la piel del mar.
En Zakynthos vivíamos cerca del cielo. Estábamos rodeados, muy abajo, por las olas inquietas. Según el mito, el mar Jónico está embrujado por un error de amor.
Un sombrío bosque de abetos se cernía amenazador sobre las márgenes del río helado. No hacía mucho que el viento había despojado a los árboles de su manto blanco, y éstos parecían arrimarse mutuamente bajo la agonizante luz del crepúsculo, negros como un mal presagio. Un vasto silencio reinaba sobre la tierra. La misma tierra era una desolación pura, sin vida ni movimiento, tan fría y desnuda que su espíritu no era siquiera el espíritu de la tristeza. Se insinuaba una especie de risa más terrible que cualquier tristeza: una risa amarga como la sonrisa de la Esfinge, una risa fría como la escarcha y que participaba de una siniestra infalibilidad. Era la magistral sabiduría de la eternidad que se reía de la futilidad y los inútiles esfuerzos de la vida. Era la naturaleza salvaje, el helado corazón de las tierras salvajes del Norte.
Si examinamos en este aspecto el alma del lobo estepario, se nos manifiesta éste como un hombre al cual su grado elevado de individuación lo clasifica ya entre los no burgueses, pues toda individuación superior se orienta hacia el yo y propende luego a su aniquilamiento. Vemos cómo siente dentro de sí fuertes estímulos, tanto hacia la santidad como hacia el libertinaje, pero a causa de alguna debilitación o pereza no pudo dar el salto en el insondable espacio vacío, quedando ligado al pesado astro materno de la burguesía. Esta es su situación en el Universo, éste su atadero. La inmensa mayoría de los intelectuales, la mayor parte de los artistas pertenecen a este tipo. Únicamente los más vigorosos de ellos traspasan la atmósfera de la tierra burguesa y llegan al cosmos, todos los demás se resignan o transigen, desprecian la burguesía y pertenecen a ella sin embargo, la robustecen y glorifican, al tener que acabar por afirmaría para poder seguir viviendo. Estas numerosas existencias no llegan a lo trágico, pero sí a un infortunio y a una desventura muy considerables, en cuyo infierno han de cocerse y fructificar sus talentos. Los pocos que consiguen desgarrarse con violencia, logran lo absoluto y sucumben de manera admirable; son los trágicos, su número es reducido. Pero a los otros, a los que permanecen sometidos, cuyos talentos son con frecuencia objeto de grandes honores por parte de la burguesía, a éstos les está abierto un tercer imperio, un mundo imaginario, pero soberano: estos mártires perpetuos, a los cuales les es negada la potencia necesaria para lo trágico, para abrirse camino hasta los espacios siderales, que se sienten llamados hacia lo absoluto y, sin embargo, no pueden vivir en él: a ellos se les ofrece, cuando su espíritu se ha fortalecido y se ha hecho elástico en el sufrimiento, la salida acomodaticia al humorismo. El humorismo es siempre un poco burgués, aun cuando el verdadero burgués es incapaz de comprenderlo. En su esfera imaginaria encuentra realización el ideal enmarañado y complicado de todos los lobos esteparios: aquí es posible no sólo afirmar a la vez al santo y al libertino, plegando los polos hasta juntarlos, sino comprender además en la afirmación al propio burgués. Al poseído de Dios le es, sin duda, muy posible afirmar al criminal, y viceversa; pero a ambos, y a todos los otros seres absolutos, les es imposible afirmar aquel término tibio y neutral, lo burgués. Sólo el humorismo, el magnífico invento de los detenidos en su llamamiento hacia lo más grande, de los casi trágicos, de los infelices de la máxima capacidad, sólo el humorismo (quizás el producto más característico y más genial de la humanidad) lleva a cabo este imposible, cubre y combina todos los círculos de la naturaleza humana con las irradiaciones de sus prismas. Vivir en el mundo, como si no fuera el mundo, respetar la ley y al propio tiempo estar por encima de ella, poseer, «como si no se poseyera», renunciar, como si no se tratara de una renunciación -tan sólo el humorismo está en condiciones de realizar todas
"Yo, Bertolt Brecht, nací en tiempos difíciles. Pero ustedes, que sobrevivirán a la marea en la que nosotros perecimos, recuerden que también el odio contra la bajeza endurece los rasgos, que también la cólera contra la injusticia enronquece la voz. Nosotros, que quisimos preparar el camino para la bondad, no pudimos ser bondadosos, pero ustedes, que vivirán en el momento en que el hombre va a ser un amigo del hombre, traten de recordarnos con indulgencia."
Al final del año 2012 estaba sentado en un viejo departamento localizado a unas cuantas cuadras de la calle más famosa de Estambul, Istiklal Caddesi. Estaba a la mitad de un viaje de cuatro días por Turquía y mi guía, Mike, se relajaba sentado en un destartalado sillón a un par de metros de donde estaba yo. Mike no era un auténtico guía de turistas. Solamente era un tipo que provenía de Maine, en los Estados Unidos de América, y que había estado viviendo en Turquía durante cinco años. Él había ofrecido mostrarme los alrededores mientras yo estaba en el país, y yo acepté su oferta. Durante la noche a la que me estoy refiriendo, me habían invitado a cenar junto con él y algunos de sus amigos turcos. Éramos siete en total y yo era el único que nunca había fumado al menos una cajetilla de cigarros al día en algún momento. Le pregunté a uno de los turcos cómo había empezado a fumar. —Amigos —me dijo—. Siempre empiezas con tus amigos. Un amigo fuma, y luego tú lo pruebas también. Lo que resultaba fascinante era que la mitad de las personas en esa habitación había conseguido dejar de fumar. Mike llevaba algunos años sin fumar en ese momento y él juraba a diestra y siniestra que había logrado abandonar el hábito gracias a un libro llamado La manera sencilla de dejar de fumar de Allen Carr. —Te libera de la carga mental de fumar —afirmó él—. Te dice: «Deja de mentirte a ti mismo. Tú sabes que realmente quieres dejar de fumar. Tú sabes que, en realidad, no disfrutas cuando fumas». Te ayuda a dejar de sentir que eres una víctima. Empiezas a darte cuenta de que no necesitas fumar. Nunca he probado un cigarro, sin embargo leí el libro después de esa conversación por curiosidad. El autor emplea una estrategia interesante para ayudar a los fumadores a eliminar su ansiedad. De manera sistemática replantea cada mito asociado al cigarro y le da un nuevo significado. • Tú crees que estás renunciando a algo, pero no estás renunciando a nada porque los cigarros no hacen nada por ti. • Tú crees que fumar es algo que necesitas hacer para socializar, pero no es así. Tú puedes socializar sin fumar. • Tú crees que fumar alivia el estrés, pero no es así. Fumar no calma tus nervios, al contrario, los destruye. Una y otra vez, el autor repite estas frases y otras semejantes: —Entiende esto con claridad —afirma—. No solamente no estás perdiendo nada y a cambio estás obteniendo estupendas ganancias positivas no solo para tu salud, energía y economía; también estás ganando seguridad en ti mismo, respeto, libertad y, sobre todo, estás alargando y mejorando la calidad de tu vida en el futuro. Cuando llegas al final del libro, fumar parece el acto más absurdo del mundo. Y si ya no encuentras ningún beneficio en fumar, ya no tienes ninguna razón para fumar. Se trata de una inversión de la Segunda Ley del Cambio de Conducta: hazlo poco atractivo.
Eres lo que menos me conviene Lo que tanto me apetece Lo que más me da la gana Eres lo que siempre me repito Aquello por lo que brindo La más lista, la más guapa Eres lo que no dicen las cartas Lo que puedo echar en falta Lo que no quiero perderme Eres más de lo que se adivina Una mecha encendida Un peligro inminente Me gustas porque me asustas Porque no tienes remedio Me gustas porque eres bruja Porque interpretas los sueños Me gustas porque me tientas Por llevarme a tu terreno Me gustas porque te peinas Con la raya en el medio Me gustas porque me matas Me gusta porque disparas Siempre con bala de plata Me gustas porque me matas Me gusta porque disparas Me gusta cómo te llamas, ay
Zenet
Sustitúyete siempre a ti mismo
tu no eres suficiente para ti
haz de tu alma una metafísica
una ética y una estética
sustituye en ti a Dios
indecorosamente
es la única actitud
realmente religiosa
(Dios está en todas partes,
excepto en si mismo)
“Soy quien bebió whisky a su antojo en los céntricos bares de Los Ángeles, el escritor que inyecta sangre y belleza, soy la bestia, soy un hombre de palabras, soy la humedad de la noche; la caída vertiginosa del mundo, el rebelde que rió de su padre cuando le decía que debía ser ingeniero para ganar mucho dinero.
Soy quien, junto a Hemingway, exploró las corrientes subterráneas del corazón del hombre. Soy Bestiabuk, el poeta que pasó toda la noche mirando la fiesta de graduación a través de la malla metálica de la ventana, soy el de la barra que mira a esa joven hermosa con un trago en la mano susurrando a la oreja de su acompañante.
Soy quien ve a muchos hombres muertos, recibiendo órdenes con una sonrisa imbécil, serviles y encantados de serlo. Soy Charles Bukowski, soy la orilla de un vaso que corta, soy sangre.”
Emil Zatopek nunca fue el más elegante ni el más estiloso corriendo sobre la pista. Su ritmo desacompasado, su constante cabeceo transmitiendo sufrimiento y fatiga, y su rostro siempre desencajado hacían sentir al espectador que en cualquier momento el corredor checoslovaco iba a caer al suelo exhausto por el esfuerzo.
Pensaba en la grandeza y en la presencia de Dios; en la eternidad futura, extraño misterio; en la eternidad pasada, misterio más extraño aún; en todos los infinitos que se hundían ante sus ojos en todos los sentidos; y, sin tratar de comprender lo incomprensible, lo miraba. No estudiaba a Dios; se deslumbraba. Consideraba aquellos magníficos encuentros de los átomos que dan los aspectos a la materia, revelan sus fuerzas evidenciándolas, crean las individualidades en la unidad, las proporciones en la extensión, lo innumerable en el infinito, y que, por la luz, producen la belleza. Estos encuentros se hacen y deshacen sin cesar; de ahí la vida y la muerte.
Sentábase en un banco de madera adosado a una parra decrépita, y miraba los astros a través de las siluetas descarnadas y raquíticas de los árboles frutales. Aquel pedazo de tierra, plantado tan pobremente, tan lleno de cobertizos, le era muy querido y le bastaba.
¿Qué más necesitaba aquel anciano, que empleaba los ocios de su vida, en la que había tan poco lugar para el ocio, en cuidar su jardín, de día, y la contemplación, de noche? ¿Aquel estrecho cercado, que tenía por bóveda los cielos, no era bastante para poder adorar a Dios, ya en sus obras más encantadoras, ya en las más sublimes? ¿Qué más podía desear? Un pequeño jardín para pasearse y la inmensidad para soñar. A sus pies, lo que podía cultivar y recoger; sobre su cabeza, lo que podía estudiar y meditar; algunas flores sobre la tierra y todas las estrellas en el cielo.
Íbamos a vivir toda la vida juntos.
Para Historias de diván, escribí: «La muerte es incomprensible, injusta, y el dolor que ocasiona a los que pierden a un ser querido es tan grande y tan profundo, que la propia vida parece haberse ido con la persona muerta. El mundo se ensombrece y nada de lo que nos importaba tiene ya valor». Somos una especie consciente de su propia finitud, de ahí que el tema genere empatía, porque todos hemos perdido a alguien o fantaseado, incluso, con nuestra propia muerte. Don Juan, el personaje de los libros de Carlos Castaneda, decía que quien se diera vuelta con rapidez podría verla allí, a la izquierda, cinco centímetros detrás. Lo que estamos haciendo se está muriendo a cada instante. El deseo nos permite colocar cosas entre la muerte y nosotros: «Deseo recibirme, casarme o tener hijos»; entonces, cuando alguien mira hacia adelante ve lo que desea, un proyecto en lugar del abismo. «Morir es una costumbre que sabe tener la gente», escribió Borges, quien, además, dijo que «morir es haber nacido». Allí vemos la manifestación más plena y dura de la Castración, del «todo no se puede»: En algún momento, vamos a morir. Parafraseando a Dolina, la muerte es una calle que algún día hará esquina con nosotros. Lo único que podemos hacer para que esa certeza no nos envuelva en una angustia fatal, es desear. ¿Qué le pasa a una persona depresiva? Se ha quedado sin velos que lo separen de la muerte, sale del mundo del deseo. Mira hacia adelante y siente que su destino es morir. Se le dice que se levante de la cama, que salga y responde: «¿Para qué?». En realidad está diciendo: «¿Para qué, si igual me voy a morir?». Se trata de ayudarlo a rearmar esos velos que ha perdido, que no son engaños, sino construcciones reales que deben estar apoyadas en un deseo para que adquieran sentido: cosas que nos permiten ver lo que todavía tenemos ganas de soñar. El trabajo de un analista consistirá, entonces, en intentar que una persona depresiva vuelva a entrar al mundo del deseo. El deseo es la vida, su ausencia es la muerte.
No se trata de que la gente piense que el amor carece de importancia. En realidad, todos están sedientos de amor; ven innumerables películas basadas en historias de amor felices y desgraciadas, escuchan centenares de canciones triviales que hablan del amor, y, sin embargo, casi nadie piensa que hay algo que aprender acerca del amor. Esa peculiar actitud se basa en varias premisas que, individualmente o combinadas, tienden a sustentarla. Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en amar, no en la propia capacidad de amar. De ahí que para ellos el problema sea cómo lograr que se los ame, cómo ser dignos de amor. Para alcanzar ese objetivo, siguen varios caminos. Uno de ellos, utilizado en especial por los hombres, es tener éxito, ser tan poderoso y rico como lo permita el margen social de la propia posición. Otro, usado particularmente por las mujeres, consiste en ser atractivas, por medio del cuidado del cuerpo, la ropa, etc. Existen otras formas de hacerse atractivo, que utilizan tanto los hombres como las mujeres, tales como tener modales agradables y conversación interesante, ser útil, modesto, inofensivo. Muchas de las formas de hacerse querer son iguales a las que se utilizan para alcanzar el éxito, para «ganar amigos e influir sobre la gente». En realidad, lo que para la mayoría de la gente de nuestra cultura equivale a digno de ser amado es, en esencia, una mezcla de popularidad y sex-appeal. La segunda premisa que sustenta la actitud de que no hay nada que aprender sobre el amor, es la suposición de que el problema del amor es el de un objeto y no de una facultad. La gente cree que amar es sencillo y lo difícil encontrar un objeto apropiado para amar —o para ser amado por él—. Tal actitud tiene varias causas, arraigadas en el desarrollo de la sociedad moderna. Una de ellas es la profunda transformación que se produjo en el siglo veinte con respecto a la elección del «objeto amoroso». En la era victoriana, así como en muchas culturas tradicionales, el amor no era generalmente una experiencia personal espontánea que podía llevar al matrimonio. Por el contrario, el matrimonio se efectuaba por un convenio —entre las respectivas familias o por medio de un agente matrimonial, o también sin la ayuda de tales intermediarios; se realizaba sobre la base de consideraciones sociales, partiendo de la premisa de que el amor surgiría después de concertado el matrimonio—. En las últimas generaciones el concepto de amor romántico se ha hecho casi universal en el mundo occidental. En los Estados Unidos de Norteamérica, si bien no faltan consideraciones de índole convencional, la mayoría de la gente aspira a encontrar un «amor romántico», a tener una experiencia personal del amor que lleve luego al matrimonio. Ese nuevo concepto de la libertad en el amor debe haber acrecentado enormemente la importancia del objeto frente a la de la función.
En primer lugar, no hacer nada al azar, ni tampoco sin un objetivo final. En segundo lugar, no encauzar tus acciones a otro fin que no sea el bien común.
Que dentro de no mucho tiempo nadie serás en ninguna parte, ni tampoco verás ninguna de esas cosas que ahora estás viendo, ni ninguna de esas personas que en la actualidad viven. Porque todas las cosas han nacido para transformarse, alterarse y destruirse, a fin de que nazcan otras a continuación.
Que todo es opinión y ésta depende de ti. Acaba, pues, cuando quieras con tu opinión, y del mismo modo que, una vez doblado el cabo, surge la calma, todo está quieto y el golfo sin olas.
Y no sólo nos extendemos en el tiempo. También nos extendemos en el espacio, mucho más allá de lo visible. Dejamos atrás algo de nosotros cuando nos marchamos de un lugar; nos quedamos allí, aunque nos vayamos. Y hay cosas de nosotros que sólo podemos volver a encontrar si regresamos allí. Nos acercamos hacia nosotros, viajamos hacia nosotros mismos cuando el golpeteo monótono de las ruedas nos lleva hacia un lugar donde hemos dejado un tramo del camino de nuestra vida, no importa cuán breve haya sido. Cuando ponemos el pie por segunda vez sobre el andén de la estación extranjera, escuchamos las voces de los altoparlantes y sentimos esos olores inconfundibles, no sólo hemos llegado al lugar lejano, sino también a la lejanía de la propia intimidad, a un rincón de nuestro ser quizás completamente remoto; un lugar que permanece en total oscuridad, invisible, cuando estamos en otra parte. Si no fuera así, ¿por qué habríamos de sentir tal excitación cuando el guarda grita el nombre del lugar, cuando oímos el chirrido de los frenos y desaparecemos, como trabados por la sombra repentina de la estación? ¿Por qué ese momento en que el tren se detiene totalmente tras un último empujón debería ser un momento mágico, un instante de silencioso dramatismo? Es porque a partir del primer paso que damos en ese andén que es extraño y al mismo tiempo no lo es, retomamos una vida que habíamos interrumpido y dejado atrás en el momento en que sentimos el primer movimiento del tren que partía. ¿Qué podría ser más emocionante que retomar una vida interrumpida, con todas sus promesas? Es un error, un acto de violencia sin sentido, concentramos en el aquí y ahora, con la convicción de estar aprehendiendo lo esencial. Se trataría más bien de movernos, seguros y relajados, con el humor adecuado y la melancolía adecuada, en el paisaje interior, ampliado en lo temporal y lo espacial, que somos nosotros mismos. ¿Por qué compadecemos a la gente que no puede viajar? Porque en la medida en que no pueden expandirse externamente, tampoco pueden extenderse internamente; no pueden multiplicarse; se ven despojados de la posibilidad de emprender extensos viajes adentrándose en su intimidad y de descubrir quiénes y qué otra cosa podrían haber sido.
En últimas, ¿a qué distancia exacta se encuentra un novelista? Al margen de la vida para poder describirla, porque si estuviera totalmente inmerso en ella -en la acción- tendría una imagen confusa. Pero esta corta distancia no impide la cercanía con sus personajes y lo que le inspiró en la vida real. Flaubert dijo: «Madame Bovary, c’est moi «. Y Tolstoi se identificó de inmediato con la que tuvo que arrojarse bajo un tren una noche en una estación rusa. Y dicha donación-identificación fue tan lejos que Tolstoi estaba confundido con el cielo y el paisaje que describió y absorbió a ritmo aún más ligero que el pestañeo de Anna Karenina. Esta segunda condición es la opuesta al narcisismo, ya que requiere tanto un olvido de sí mismo como una concentración muy alta, que nos permita captar los detalles. Eso también implica una cierta soledad. No es un repliegue sobre sí mismo, pero sí cierta perspectiva de atención y lucidez.
Siempre he creído que el poeta y el novelista personificaron seres misteriosos casi abrumados por la vida diaria, por las cosas aparentemente triviales -y esto a fuerza de observar con gran atención y de manera casi hipnótica-. Bajo su mirada, la vida termina envuelta en el misterio y emite una especie de fosforescencia que no parecía tener a primera vista, pero que estaba escondida en la profundidad. Es el papel del poeta y novelista, y del pintor también, dar a conocer este misterio y la fosforescencia que se encuentran en la parte oculta de cada persona. Pienso en mi primo lejano, el pintor Amedeo Modigliani, cuyas pinturas más conmovedoras son aquellas en las que él eligió como modelos a sujetos anónimos, niños y niñas de la calle, mucamas, pequeños agricultores, jóvenes aprendices. Él los pintó con un estilo que recuerda la gran tradición de la Toscana, la de Botticelli y pintores sieneses del Quattrocento.
Les dio también -o más bien dio a conocer- toda la gracia y la nobleza que había en ellos, pese a su humilde apariencia. El trabajo del novelista debe avanzar en esta dirección. Su imaginación, lejos de ser distorsión de la realidad, debe penetrar profundamente y revelar esta realidad para detectar lo que se esconde detrás de las apariencias. Y yo no estaría muy lejos de creer que en el mejor de los casos el novelista es una especie de luz. Y también un sismógrafo, listo para grabar los movimientos más imperceptibles.
"Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera
los profundos desencuentros, son obra de las
casualidades, sino que nos están misteriosamente
reservados. Cuántas veces en la vida me ha
sorprendido cómo, entre las multitudes de personas
que existen en el mundo, nos cruzamos con aquellas
que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro
destino, como si hubiéramos pertenecido a una
misma organización secreta, o a los capítulos de un
mismo libro! Nunca supe si se los reconoce porque ya
se los buscaba, o se los busca porque ya bordeaban
los aledaños de nuestro destino."
¿Se esconde un secreto bajo la superficie del accionar humano? ¿O los hombres son exactamente así como los muestran sus actos, que están a la vista de todos? Es curioso en grado extremo, pero la respuesta cambia dentro de mí con la luz que cae sobre la ciudad y el Tajo. Si es la luz hechicera de un deslumbrante día de agosto, que resalta las sombras nítidas, de contornos precisos, entonces la idea de que pueda existir una profundidad humana oculta me resulta inusual, como si fuera un espejismo extraño, hasta un poco conmovedor, semejante a la ilusión óptica que se produce cuando miro por mucho tiempo las ondas que despide el brillo de esa luz. Si, por el contrario, en un día nublado de enero, se alza sobre la ciudad y el río una cúpula de luz de un gris monótono que no arroja sombra alguna, no tengo certeza mayor que ésta: todo accionar humano no es más que la expresión absolutamente incompleta, ridículamente inútil, de una vida interior oculta de profundidad insospechada, que intenta llegar a la superficie sin poder lograrlo. Mi criterio es extraña y perturbadoramente incierto; a esto se agrega una experiencia que no ha cesado de inundar mi vida de una inseguridad destructiva desde que cobré conciencia de ella: vacilo del mismo modo en este tema, cuya importancia ningún otro puede superar, cuando se trata de mí mismo. Cuando estoy sentado en mi café preferido, bañado por el sol y escuchando la risa cristalina de las senhoras que pasan, siento que todo mi mundo interior está pleno y me es conocido hasta el rincón más íntimo, porque está constituido por estas sensaciones placenteras. Si en ese momento una capa de nubes cubre el sol y despoja a ese instante de su hechizo, de su ilusión, percibo entonces con total seguridad que hay en mí profundidades y abismos de los cuales podrían brotar cosas insospechadas aún, capaces de arrastrarme consigo. Entonces me apresuro a pagar mi cuenta y busco de prisa alguna distracción, con la esperanza de que el sol vuelva a aparecer y le haga justicia a esa superficialidad tranquilizadora.
Nunca ha tenido hombre alguno una necesidad más profunda y apasionada de independencia que él. En su juventud, siendo todavía pobre y costándole trabajo ganarse el pan, prefería pasar hambre y andar con los vestidos rotos, si así salvaba un poco de independencia. No se vendió nunca por dinero ni por comodidades, nunca a mujeres ni a poderosos; más de cien veces tiró y apartó de sí lo que a los ojos de todo el mundo constituía sus excelencias y ventajas, para conservar en cambio su libertad. Ninguna idea le era más odiosa y horrible que la de tener que ejercer un cargo, someterse a una distribución del tiempo, obedecer a otros. Una oficina, una cancillería, un negociado eran cosas para él tan execrables como la muerte, y lo más terrible que pudo vivir en sueños fue la reclusión en un cuartel. A todas estas situaciones supo sustraerse, a veces mediante grandes sacrificios. En esto estaba su fortaleza y su virtud, aquí era inflexible, aquí era su carácter firme y rectilíneo. Pero a esta virtud estaban íntimamente ligados su sufrimiento y su destino. Le sucedía lo que les sucede a todos; lo que él, por un impulso muy íntimo de su ser, buscó y anheló con la mayor obstinación, logró obtenerlo, pero en mayor medida de la que es conveniente a los hombres. En un principio fue su sueño y su ventura, después su amargo destino. El hombre poderoso en el poder sucumbe; el hombre del dinero, en el dinero; el servil y humilde, en el servicio; el que busca el placer, en los placeres. Y así sucumbió el lobo estepario en su independencia. Alcanzó su objetivo, fue cada vez más independiente, nadie tenía nada que ordenarle, a nadie tenía que ajustar sus actos, sólo y libremente determinaba él a su antojo lo que había de hacer y lo que había de dejar. Pues todo hombre fuerte alcanza indefectiblemente aquello que va buscando con verdadero ahínco. Pero en medio de la libertad lograda se dio bien pronto cuenta Harry de que esa su independencia era una muerte, que estaba solo, que el mundo lo abandonaba de un modo siniestro, que los hombres no le importaban nada; es más, que él mismo a sí tampoco, que lentamente iba ahogándose en una atmósfera cada vez más tenue de falta de trato y de aislamiento. Porque ya resultaba que la soledad y la independencia no eran su afán y su objetivo, eran su destino y su condenación, que su mágico deseo se había cumplido y ya no era posible retirarlo, que ya no servía de nada extender los brazos abiertos lleno de nostalgia y con el corazón henchido de buena voluntad, brindando solidaridad y unión; ahora lo dejaban solo. Y no es que fuera odioso y detestado y antipático a los demás. Al contrario, tenía muchos amigos. Muchos lo querían bien. Pero siempre era únicamente simpatía y amabilidad lo que encontraba; lo invitaban, le hacían regalos, le escribían bonitas cartas, pero nadie se le aproximaba espiritualmente, por ninguna parte surgía compenetración con nadie, y nadie estaba dispuesto ni era capaz de compartir su vida. Ahora lo envolvía el ambiente de soledad, una atmósfera de quietud, un apartamiento del mundo que lo rodeaba, una incapacidad de relación, contra la cual no podía nada ni la voluntad, ni el afán, ni la nostalgia. Este era uno de los caracteres más importantes de su vida.
Pensamos, soñamos y creamos en base a palabras; de aquí la importancia de cultivar un lenguaje positivo y de calidad. Los triunfadores se alimentan de lecturas, de palabras y de pensamientos de éxito. Mientras que los fracasados viven lamentándose, quejándose y culpando a la gente y al destino de sus desgracias. Los pensamientos negativos y el lenguaje negativo son los poderes más destructivos de la tierra. "El buen orador sabe jugar con las palabras; conoce sus secretos, su significado, su música, su poder; posee la habilidad para construir con ellas un camino que lleva al corazón y a la inteligencia de las personas"
Mi abuela materna, Carmen, una mujer tremendamente cariñosa y divertidísima. De ella, la evocación natural que tengo es la ternura, el humor, la alegría y la compasión. Porque para mí no tiene sentido hablar… ¿Tiene sentido hablar de inteligencia sin compasión? Mi padre, un hombre formado a sí mismo, avidísimo lector, que tenía que importar libros de Argentina en la dictadura española que estaban prohibidos aquí, y eran libros de filosofía, de religiones comparadas. Pero yo recuerdo la mesilla de noche de mi padre llena de libros, y dejándolo como quien no quería sobre una mesa, para ver si alguno de los tres hermanos picábamos. Mi madre, mi madre por su enorme capacidad de amar, y, luego, te diría que las grandes maestra y maestros que he tenido eran gente humilde que, quizás, no tuvieron acceso a una formación superior. Por ejemplo, recuerdo a Josep, a José, un campesino, pero yo, muchas veces, los fines de semana, cuando tenía siete, ocho o nueve años, lo primero que hacía al llegar al pueblo era tomar la bicicleta, ahí en Aiguafreda, ir a ver a Josep y sentarme a su lado, y él me contaba cuando cosechaba, cuando sembraba, si el viento venía de levante, que auguraba tormenta; por qué las fuentes, cada vez, tenían menos agua… Era una especie de Walt Whitman este hombre sin saber que era un poeta y era un hombre que, seguramente, no sabía leer, seguramente era analfabeto, pero tenía una profunda conexión con el alma de las cosas. Y ese amor a la vida, y esa ternura hacia la naturaleza, y el cómo trataba a los animales… Era un hombre tremendamente respetuoso, era un hombre que nunca le oí hablar mal de nadie. Para mí fue un maestro fundamental, y todavía lo tengo muy presente.
Estamos formados por jirones de múltiples colores, unidos entre sí de manera tan libre, tan floja, que cada uno ondea a cada instante a su voluntad. Y son tantas las diferencias que hay entre nosotros y nosotros mismos como las que hay entre nosotros y los otros.
"Cuando un muchacho de 14 ó 15 años descubre que es más dado a la introspección y a la conciencia de sí mismo que la mayoría de los chicos de su misma edad, incurre fácilmente en el error de creer que ello se debe a que ha alcanzado una madurez superior a la de sus compañeros. Ciertamente cometí ese error. En realidad, aquella tendencia a la introspección se debía, en mi caso, a que yo tenía mayor necesidad que los demás de comprenderme a mí mismo. Ellos podían comportarse de acuerdo con su natural manera de ser, en tanto que yo debía interpretar un papel, lo cual exigía notable comprensión y estudio de mí mismo. En consecuencia, no se debía a la madurez, sino a mi sensación de incertidumbre, de incomodidad, que era la que me obligaba a tener pleno conocimiento de mí. Esa conciencia era un puente que me llevaba a la aberración, y, entonces mi manera de pensar tenía que limitarse a la incertidumbre, a la formulación de hipótesis."
Vivimos en una sociedad sombría. Tener éxito, ésta es la enseñanza que, gota a gota, cae de la corrupción a plomo sobre nosotros.
Dicho sea de paso, el éxito es una cosa bastante fea. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres. Para la multitud, el triunfo tiene casi el mismo rostro que la supremacía. El éxito, ese sosia del talento, tiene una víctima a quien engaña: la historia. Juvenal y Tácito son los únicos que de él murmuran. En nuestros días, ha entrado de sirviente en casa del éxito una filosofía casi oficial, que lleva la librea de su amo y hace oficios de lacayo en la antecámara. Tened éxito: tal es la teoría. Prosperidad supone capacidad. Ganad a la lotería y sois un hombre hábil. Quien triunfa es venerado. Naced de pie, todo consiste en esto. Tened suerte y tendréis el resto; sed felices y os creerán grandes. Aparte de cinco o seis excepciones inmensas, que son la luz de un siglo, la admiración contemporánea no es sino miopía. Se toma lo dorado por oro. No importa ser advenedizo, si se llega el primero. El vulgo es un viejo Narciso que se adora a sí mismo, y que aplaude todo lo vulgar. Esa facultad enorme, por la cual un hombre es Moisés, Esquilo, Dante, Miguel Ángel o Napoleón, la multitud la concede por unanimidad y por aclamación a quien alcanza su fin, sea quien fuere. Que un notario se transforme en diputado; que un falso Corneille haga el Tiridate [38] ; que un eunuco llegue a poseer un harén; que un militar adocenado gane por casualidad la batalla decisiva de una época; que un boticario invente las suelas de cartón para el ejército del Sambre - et - Meuse y acumule, con el cartón vendido por cuero, una fortuna de cuatrocientos mil francos; que un buhonero se case con la usura, y tenga de ella por hijos siete u ocho millones de los cuales él es el padre y ella la madre; que un predicador llegue, con su gangueo, a ser obispo; que un intendente de buena casa al salir del servicio sea tan rico que se le haga ministro de Hacienda; no importa: los hombres llaman Genio a esto, lo mismo que llaman Belleza a la figura de Mosquetón [39] , y Majestad a la tiesura de Claudio. Confunden con las constelaciones del abismo las huellas estrelladas que dejan en el cieno blando de un lodazal las patas de los gansos.