En el dolor hay tanta sabiduría como en el placer: al igual que este, aquél pertenece a las fuerzas conservadoras de la especie de primer rango. Si no fuera asi, habría perecido hace mucho tiempo; que él haga daño, no es un argumento en contra suyo, esa es su esencia. En el dolor escucho la voz de mando del capitán de navio: «¡Amainad las velas!». El intrépido navegante «hombre» tiene que haberse ejercitado de mil maneras a disponer de las velas, en caso contrario se habría acabado demasiado rápido con él y el océano se lo habría tragado muy pronto. También tenemos que saber vivir con una energía disminuida: tan pronto el dolor da su señal de alarma, ha llegado el momento de disminuirla —algún gran peligro, se aproxima una tormenta, y hacemos bien en «abultarnos» tan poco como sea posible. Es verdad que hay hombres que cuando se aproxima el gran dolor, escuchan precisamente la voz de mando contraria y que nunca miran más orgullosos, más guerreramente y más felices que cuando se cierne la tormenta; ¡el dolor mismo les da incluso sus más grandes instantes! Esos son los hombres heroicos, los grandes dispensadores del dolor de la humanidad: aquéllos, pocos o escasos, que necesitan precisamente de la misma apología que, en general, necesita el dolor —¡y en verdad, ella no se les debe rehusar! Son fuerzas conservadoras y promotoras de la especie de primer rango: aunque no sea más que porque se resisten a la comodidad y no ocultan su náusea ante esta especie de felicidad.
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