lunes, 20 de enero de 2020

Juan José Millás

Me llegó fuera de tiempo, como un hilo desprendido del pasado, una felicitación de Navidad. Telefoneé al remitente para comentarle la rareza y me dijeron que acababa de fallecer. Una coincidencia. O una sincronicidad, según se mire. Por la tarde fui al tanatorio, para dar el pésame a la familia, y para disculparme por no acudir al entierro. Conté lo ocurrido a la viuda, a modo de consuelo absurdo, y regresé a casa para revisar la conferencia que tenía que pronunciar en Valladolid al día siguiente, casi a la misma hora en la que darían tierra a mi amigo.
Me presentó un profesor de la universidad algo prolijo que fue deteniéndose en cada una de mis novelas. Mientras él hablaba, descubrí en la tercera fila a un compañero del colegio cuyo nombre no me vino en ese momento a la cabeza. Llevaba en la mano un libro mío, por lo que supuse que al terminar el acto se acercaría en busca de una dedicatoria. Estas situaciones son siempre embarazosas, pues por lo general el otro da por supuesto que te acuerdas de cómo se llama. Es más, considera que lo contrario es una descortesía. Me apliqué, pues, a la tarea de recobrar el nombre de mi antiguo compañero sin que ninguna de las asociaciones que a tal fin intenté establecer produjeran el resultado deseado. En esto, cuando mayor era mi esfuerzo, el presentador citó un verso de Claudio Rodríguez. Y así era como se llamaba mi compañero de colegio, Claudio.
Al alivio por aquella coincidencia que acaba de venir en mi ayuda, le sucedió una sensación de extrañeza. Se trataba de la segunda sincronicidad de la que era víctima en dos días. Para algunos, estos sucesos son mensajes que deberíamos esforzarnos en interpretar. Lo que no está claro es de dónde vienen. Recordé que unos días antes los periódicos, al dar la noticia de la muerte de Boby Fischer, señalaron que había muerto a los 64 años, el número de casillas que tiene el tablero del ajedrez. Otra coincidencia significativa. La persona que me presentaba era, por cierto, manca. Me pregunté si la simetría de los cuerpos era una coincidencia también, una casualidad, pues no dejaba de ser raro que en el lado derecho surgiera una mano idéntica a la del izquierdo. Quien dice la mano dice el ojo o el pulmón o los testículos. El hígado, en cambio, carecía de réplica. Un órgano no coincidente, se podría decir.
Cuando el presentador me dio paso, acababa de recordar la historia de aquella paciente que le estaba contando a Jung un sueño relacionado con un escarabajo de oro cuando entró por la ventana un insecto de esa naturaleza. Jung atraía como un imán a las casualidades. De hecho, fue él, junto al premio Nobel de Física Wolfang Pauli, quien utilizó el término "sincronicidad" para nombrar estos sucesos que nos transmiten la ilusión de que todo está conectado. Lo que implicaría que todo está al servicio de algo y que la vida, por tanto, tiene algún sentido.
No sé por qué, empecé la conferencia contando la anécdota del escarabajo atribuida descubridor del inconsciente colectivo. Como el público se mostró interesado, expuse tres o cuatro casos más de sincronicidades famosas que logré enlazar milagrosamente con el tema del que había prometido hablar. Finalizada mi charla, el presentador dio paso a un coloquio en el que algunas personas del público narraron sus propias experiencias relacionadas con el ámbito de la sincronicidad. Advertí que el asunto apasionaba a la gente y lo atribuí a la necesidad del sentido.
Cuando llegó la hora de firmar libros, puse a Claudio una dedicatoria muy cariñosa que leyó con sorpresa.
Yo no soy Claudio -dijo. Y al observar mi desconcierto añadió-: Claudio era mi compañero de pupitre. Por cierto que vive en Alemania.
Antes de que me diera tiempo a disculparme, y como hubiera más gente esperando que le firmara mi libro, se marchó por donde había venido sin revelar su verdadero nombre. Volví a casa impresionado por aquella suerte de "discronicidad", que no me pude quitar de la cabeza durante los días siguientes. La sensación se fue atenuando como se atenúa la influencia de los sueños a medida que pasa la jornada. Pero ayer mismo, resolviendo el crucigrama del periódico, me vino a la cabeza el verdadero nombre de la persona que había acudido a mi conferencia. Se llamaba Germán. Curiosamente, Germán me había dicho que Claudio vivía en Alemania, otra curiosa coincidencia. Y así, enlazando significados, es como comienza una crisis paranoica, que es lo que pretendía contarles. Buenos días.

https://www.laopinioncoruna.es/contraportada/2650/crisis-paranoica/161666.html

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