Todo lo que recuerdo
Cuando mi padre hablaba conmigo, siempre iniciaba la conversación
preguntándome: «¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero?». Su expresión de amor
encontraba respuesta y, en sus últimos años, cuando su vitalidad empezó a
disminuir visiblemente, nuestra intimidad se hizo aún mayor... si tal cosa era
posible.
A los ochenta y dos años estaba preparado para morir, y yo estaba
dispuesto a dejarlo ir, para que su sufrimiento terminara. Nos reíamos y
llorábamos, nos tomábamos de las manos y nos confesábamos el uno al otro
nuestro amor, y ambos coincidíamos en que era el momento de partir.
—Papá, quiero que después de haberte ido me envíes una señal de que
estás bien —le decía yo, y él se reía ante el absurdo de aquellas palabras; papá
no creía en la reencarnación. Tampoco yo estaba seguro de que esa posibilidad
existiera, pero había tenido muchas experiencias que me convencieron de que
podía esperar alguna señal «desde el otro lado».
Entre mi padre y yo había una relación tan profunda que, en el momento
en que murió, yo sentí en mi pecho su ataque cardíaco. Y me dolió
profundamente que el hospital, en su estéril sabiduría, no me hubiera permitido
sostenerle la mano mientras se iba.
Día tras día rezaba pidiendo saber algo de él, pero nada sucedía. Noche tras
noche pedía soñar con él antes de quedarme dormido. Y, sin embargo, pasaron
cuatro largos meses sin que yo sintiera nada más que la pena por haberlo
perdido. Cinco años antes, mi madre había muerto del mal de Alzheimer y,
aunque yo tenía hijas ya mayores, me sentía como un niño perdido.
Un día, mientras estaba tendido en una camilla de masaje, en una
habitación oscura y tranquila, esperando mi turno, me invadió una oleada de
nostalgia por mi padre. Empecé a preguntarme si habría sido demasiada
exigencia pedirle una señal. Advertí que me encontraba en un estado de
extremada lucidez. Tuve una experiencia excepcionalmente clara, en la cual
hubiera sido capaz de sumar mentalmente largas columnas de cifras.
Quise asegurarme de estar despierto y no dormido, y comprobé que estaba
tan lejos como es posible de cualquier cosa que tuviera que ver con el sueño.
Cada pensamiento que tenía era como una gota de agua que perturbara un
estanque inmóvil, y la paz de cada momento transcurrido me maravillaba.
Entonces pensé: «He estado intentando controlar los mensajes que vienen desde
el otro lado, pero ahora dejaré de hacerlo».
De pronto se me apareció el rostro de mi madre; su rostro, tal como había
sido antes de que la enfermedad de Alzheimer la despojara de su mente, de su
condición humana y de más de veinte kilos. El magnífico cabello plateado
enmarcaba su dulce rostro. Era tan real y estaba tan próxima, que tuve la
sensación de que si extendía la mano podría tocarla. Tenía el mismo aspecto
que doce años atrás, antes de que se iniciara su decadencia. Hasta podía sentir
la fragancia de Joy, su perfume favorito. Parecía que estuviera esperando y no
hablaba. Me pregunté cómo podía ser que yo estuviera pensando en mi padre y
ella apareciera ante mí; me sentí un poco culpable de no haber pedido también
su presencia.
—Oh, madre, lamento tanto que hayas tenido que sufrir con aquella terrible
enfermedad —expresé.
Ella inclinó ligeramente la cabeza, como para reconocer lo que yo había
dicho sobre su sufrimiento. Después sonrió, con una hermosa sonrisa, y dijo
muy claramente:
—Lo único que yo recuerdo es el amor.
Y desapareció.
Empecé a estremecerme, parecía que la habitación se hubiera enfriado
súbitamente, y en los huesos supe que el amor que damos y que recibimos es lo
único que importa y lo único que se recuerda. El sufrimiento desaparece; el
amor perdura.
Sus palabras son lo más importante que jamás he oído y aquel momento ha
quedado grabado para siempre en mi corazón.
Todavía no he visto ni he oído a mi padre, pero no me cabe duda de que
cualquier día, cuando menos lo espere, se me aparecerá para preguntarme:
—¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero?
Bobbie Probstein
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