El afán
totalizador
E l e n a P o n i a t o w s k a
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—¿Qué vas a ser de grande?
—Todo. —¿Qué vas a hacer con tu vida? —Todo. Voy a ser el todo de todos. —¿Cómo? —Voy a inaugurar un nuevo tiempo, voy a sacudir a las buenas conciencias, voy a cambiar el statu quo, voy a jugármela, voy a ser escritor, voy a entrar a todas las casas, meterme en camas victorianas y virginales, cargar todas las culpas, voy a hacerle ver a mis contemporáneos y a sus hijos y a los hijos de sus hijos toda la corrupción y la hipocresía de la sociedad emanada de la Revolución Mexicana, rasgar todo el velamen, recorrer los paralelos y los meridianos de la tierra, voy a atreverme a todo, voy a darle la vuelta a todos los cerebros, a la cintura de todas las mujeres.
—No se puede hacer todo.
—Yo sí porque soy el icuiricui, el macalacachimba. Los mexicanos son un hueso duro de roer, no entienden o son salvajemente indiferentes y crueles y a medida que pasa el tiempo se acendra su envidia y su rechazo. También son cortesanos y obsequiosos porque en la política se asciende con la lengua. En su laberinto de la soledad, Octavio Paz analiza los rasgos de nuestro carácter y Carlos Fuentes se lanza a una pesquisa feliz que será la de toda su vida y encuentra al banquero ambicioso que antes galopó sobre su caballo en aras de la Revolución, a la catrina empobrecida ya sin sus haciendas temerosa de desclasarse si se casa con el que “los trescientos y algunos más” consideran su caballerango, a la taquimecanógrafa ambiciosa que enseña las piernas, a la niña clase mediera que lo único que quiere es aparecer en la sección de Sociales del periódico de la vida nacional. En medio de los zarpazos, en Las Lomas y en la Bondojito, en El Pedregal de San Ángel y en la Candelaria de los Patos, Carlos Fuentes cosecha a sus personajes, los mezcla en la inmensa y transparente licuadora de su escritura y sienta a la misma mesa a la puta y a la “niña bien” para confrontarlas y confrontarnos con un México que nace con muchos trabajos a lo que hoy llamamos modernidad.
Los cincuenta, los sesenta, los ochenta, los dos
mil son los años de Carlos Fuentes, como los treinta fueron los de José Clemente
Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, Alfonso Reyes, Martín Luis
Guzmán, José Vasconcelos, Mariano Azuela y otros. Si los Tres Grandes pintan,
Fuentes escribe y nos descubre la ciudad que lleva el horrible nombre de
Distrito Federal al mismo tiempo que inventa una nueva forma de narrar. Doble re
volución, descubrir y nombrar, lanzarse y domesticar.
El fenómeno Carlos Fuentes se inicia en 1958 con La
región más transparente, aunque antes, en 1954, aparezca su anticipo, el
aperitivo del banquete: Los días enmascarados. La región más
transparente exalta o escandaliza. La frase de Fernando Benítez en defensa
de La región más transparente resulta profética: “Cualquiera que sea el
destino del libro mexicano ya no lo espera el miserable y caduco ninguneo”.
El joven sofisticado y cosmopolita demostró
entonces con su talento y su férrea disciplina que era el dueño de sí mismo y de
la obra emprendida y que su trabajo lo hacía feliz. Es muy importante la
felicidad, el gusto por la vida que imparte Carlos Fuentes. Así como Pita Amor
llegaba al Sans Souci o al Leda, desnuda bajo su abrigo de mink y se lo abría
para gritar: “¡Yo soy la reina de la noche!”, Fuentes asevera: “Hay formas del
prestigio que lo abarcan todo”. Sale en la madrugada a ver qué agarra, los días
no le alcanzan, las noches tampoco, trepida, no le cabe en los ojos todo lo que
quiere ver pero adentro tiene otros ojos. Una de las claves del éxito es tener
dos de todo. Tras de él hay otro Fuentes de repuesto. Y otro México mejor, y
otro libro en proceso y un destino muy distinto al de los escritores “finos y
sutiles” que catalogó Antonio Castro Leal en una antología que aburría de luz
por la tarde como el pavo rreal de Agustín Lara. En la literatura mexicana,
salirse del canon es una falla tan grande como la de César Garrizurieta quien
decía que estar fuera del presupuesto es estar en el error y ser un político
pobre, un pobre político (y después se suicidó). Así Fuentes va consignando a
los arribistas que abusan de su poder y hacen gala de su cinismo y su
riqueza.
Tuve el privilegio de conocer a Fuentes antes de
que se hiciera escritor porque íbamos a los mismos bailes en las embajadas y en
las casas de Las Lomas y lo observaba sentarse al lado de madres y chaperonas de
las hijas que pronto sacaría a bailar y preguntarles si su bolsa era de Hermès o
de Cartier y su perfume Chanel número 5, el mismo que Marilyn Monroe usaba de
camisón. “¡Ay, este Carlitos tan galán y tan inteligente!”. En las casas estilo
colonial californiano con escalera a lo Hollywood, Fuentes me hacía notar:
“Fíjate bien, las paredes tienen roña”. “¿Cómo que roña?”. “Sí, roña, están
chinitas. Mira Poni, allá en cada esquina hay escupideras de oro —el tesoro de
Moctezuma, my dear— en las que escupe el licenciado papá de la
niña de la fiesta”. En casa de los Barbachano, Fuentes bebía una horchata tras
otra: “Esto es como bañar tu alma —levantaba su vaso en el aire— te limpia de
todas las envidias”. Después de la fiesta, a las cinco de la mañana, corría a
los caldos de Indianilla a platicar con el tortero, el taxista, el Cristo Alcalá
que impartía su doctrina por Canal del Norte y Ferrocarril de Cintura y hacía
que las ratas flotaran por encima de las aguas del canal del desagüe La Bandida;
que componía canciones para que los políticos no le cerraran su antro; Gladys
García, la putita de San Juan de Letrán, apostada en la esquina de la calle de
Madero:“Óyeme güerito ¿le saco punta a tu pizarrín?”; la mujer tortuga que así
quedó por desobedecer a su madre; el bolero y la noviecita santa. Carlos todo lo
engullía, emparejaba su paso al del cargador y al del oficinista de parranda, y
al llegar a su casa escribía que Gladys García, con sus ojos de capulín y su
cuerpecillo de tamal anhelaba una casa que la cobijara. Fuentes, sensibilizado
hasta la exacerbación, ni pulido ni discreto, ni fino ni sutil (cualidades
básicas del escritor de los cuarenta), Fuentes torrencial mecanografiaba con un
solo dedo sus espectaculares obsesiones: la sexualidad y los excrementos, el
nacionalismo y la arqueología, el terrorismo verbal y el de las acciones
políticas, el niño que llevaba adentro, el mismo que lo hacía chiquear su
persona y descubrirse enfermedades. (Fuentes, por ejemplo, mastica mucho su
comida; si encuentra algún pequeño nervio en su carne, lo hace bolita y lo
deposita cuidadosamente sobre su plato; alguna vez conté diez bolitas; el
steak au poivre no debió estar a la altura). Fuentes quería
apropiárselo todo (pero no que le hiciera daño).
Una vez, bailando en una fiesta de disfraces, los
dos muy jóvenes, me dijo:
—Voy a descubrir el lenguaje. —¿El lenguaje?
—Sí, voy a perder la inocencia, el lenguaje me va a
hacer suyo, la palabra me hará vivir y viviré sólo para ella, seré su
dueño.
No le entendí bien y sólo acerté a preguntarle: —¿Y yo? —Me temo que nunca vas a perder la inocencia, eres una ingenua, pareces monjita. ( En efecto acababa de estar tres años en el Convento del Sagrado Corazón en Torresdale, Filadelfia). El diálogo se me ha quedado grabado desde los dieciocho años. Así como a mí, Carlos lo definía todo y leía el futuro, al desentrañar la ciudad nada lo estimuló tanto como el habla popular. Durante su infancia y su adolescencia su español fue el de los clásicos oficios diplomáticos. Ahora descubría otro sugerente y mágico y la posibilidad de consignar este lenguaje lo emocionaba. Hay que ir a El Overol, El Burro, Las Catacumbas, El Golpe con su ring de box en que se contonean las Gladys García. Los grandes espejos reflejan a una turba guapachosa, las ilusiones y el que rete chula ha de ser la mar. Parece contradictorio que este niño bien, con cara de roto y traje de roto, se inclinara sobre la cabrona “raza de bronce”, sin embargo, su entusiasmo contagió a las “niñas bien” que compartían sus correrías nocturnas al lado de Enrique Creel, su amigo del alma con quien escribió su primera novela, Holofernes que quedó inconclusa. Carlos invita al California Dancing Club a los catrines siempreávidos de emociones fuertes y cuando alguien se acerca a las muñequitas porcelanizadas que bailan mambo en hilera (dispuestísimas por lo demás a darle su llegón a la democracia), Carlos alebrestado previene el pleito. Sus “puntadas” atraen y repelen, su vitalidad lo hace simpatiquísimo; los sábados y los domingos no se conciben sin Fuentes quien introduce a Amecameca, because of Sor Juana of course, días de campo en Teotihuacan, con fin de fiesta en el mercado bajo cuyos tendidos de manta Fuentes prueba garnachas y chalupas en medio de un júbilo y una exaltación que lo hace bañar su alma en una horchata o en una de esas estridentes aguas frescas acomodadas sobre una cama de alfalfa.
Todas estas experiencias son parte de su afán
totalizador, de esa empresa vastísima: cambiar el destino de México al reflejar
su sortilegio y su podredumbre y no sólo eso; buscar a otros autores que
quisieran meter la vida y la historia de un continente en libros y darles
resonancia universal. ¡Boom!
México, a través de Carlos Fuentes, es un truco de
prestidigitación, el encuentro de civilizaciones, el enfre ntamiento entre el
roto de la colonia Roma —que podría ser Archie Burns— y el caifanazo o el
musafir de la Bondojito. Fuentes tiene prisa. Las imágenes pasan rápido, a los
diálogos hay que pescarlos al vuelo, no vaya a esfumarse todo. Carlos carrerea a
Enrique Creel: “Oye, vámonos de putas porque me falta el capítulo 13”. El país
es México y Carlos va a exponerlo como los muralistas a la historia patria, la
superficie de maíz, y el agua quemada—símbolo prehispánico del sacrificio— todo
junto pero no revuelto porque todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar.
Fuentes inaugura en los sexenios alemanista y
ruizco rtinista el “despegue” de la literatura nacional, el milagro mexicano. El
país se industrializa, se vuelve sujeto de crédito y Las Lomas de Chapultepec
—antes Chapultepec Heights— se convierten en emblema de la Revolución Mexicana.
El lema sexenal del último año de gobierno es: “Éste es el año de Hidalgo,
pendejo el que deje algo” y el gobierno en pleno acompañado por sus compadres o
sus compañeros de banca vacía las arcas. Al ver que para los políticos robar es
normal, todos lo hacen, desde el presidente hasta el portero, cada quien a su
escala. Guillermo Haro decía que esta política nos destruiría; Fernando Benítez
alegaba que si los políticos hacen algo no importa tanto que roben. Guillermo
Haro demostró que tenía razón. Somos el país de la mordida y en 2008 vivimos la
era de los triunfadores y triunfar es chingar antes de que te chinguen.
Fuentes también inaugura una modalidad sorprendente
nunca jamás vista en México: la literatura como profesión. Antes de Fuentes, los
escritores eran funcionarios públicos y escribían los domingos. Teñían su
escritura con la suave melancolía del sacrificio y la entrega a la patria. Había
un honor del escritor, pero ese honor no radicaba en la escritura sino en su
sacrificio en aras del lábaro patrio. Bajo el fino casimir crecía el empuje
lento pero seguro del vientre de los nuevos revolucionarios, los Federico
Robles, los Artemio Cruz. Mientras tanto nada sucedía en la calle de Plateros,
hoy avenida Madero, salvo el temor de los “pelados” a subirse a la acera que
tenían prohibida. Espléndido observador, Fuentes nos mete a México por donde nos
quepa. Nos retaca de imágenes y nos da mucho de dónde escoger. Ávido,
determinado, para Fuentes ninguna zona es sagrada. Si todo sirve para escribir
sabiéndolo acomodar, Fuentes democratiza la literatura, la pone a circular, la
vuelve objeto de cambio. Los lectores recurren a Fuentes-autor no sólo para
informarse sino para verse retratados y, en ese reflejo, encontrarse a sí
mismos. La literatura tiene que ver con la vida real y la vida está en los
libros.
El segundo logro de Fuentes es prestigiar la
carrera de escritor, hacerla glamorosa, divertida y respetada. Carlos se le
abalanza a Neruda, a Arthur Miller, a Moravia, a Styron a Pasolini, corteja a
Shirley MacLaine, a Jean Seberg, a Candice Bergen, a Debra Paget, a Susan
Sontag, a Geraldine Chaplin, a María Casares y en ese muchacho que grita:
“Véanme, aquí estoy, mírenme, háganme caso” hay mucho del adolescente que obligó
a Siqueiros a leer su primera novela en una playa de Mar del Plata. Buñuel ama a
Fuentes y él lo anima, le grita en el oído cosas que le hacen sonreír. Antes,
los mexicanos se quedaban a la orilla, rumiando sus rencores, pensando que si el
glorioso visitante en turno no los requería, no tenían por qué acudir al
banquete. Fuentes vio a los famosos y ¡zas!, en menos de lo que canta un gallo
ya estaba enfuentizándolos. Me viene a la cabeza este trabalenguas
que asocio con Fuentes: “Perejil comí y me emperejilé ¿cómo me desemperejilaré?”. Después de leer La región más transparente uno piensa que jamás volverá a desenfuentizarse, porque nada tan arrebatado e insaciable como verlo moverse dentro de la piel de sus personajes.
Al asumirse como escritor, Fuentes abrió la puerta
para los que vendrían después. Ni Agustín, ni Sáinz tuvieron miedo de su
vocación: allí estaba el ejemplo de Fuentes que al mismo tiempo que construía
una obra monumental edificaba a conciencia su propio monumento.
De 1958 a 1980, Fuentes publica hasta dos libros
por año, como en 1962 cuando aparecen Aura y La muerte de Artemio
Cruz, obras clave dentro de la trayectoria de Fuentes. En nuestro país,
antes de Fuentes no se usaba ser escritor profesional. El propio Alfonso Reyes
le aconsejó seguir la carrera de Leyes no fuera a padecer escaseces, y sobre
todo no fueran a mal juzgarlo. En ese tiempo, la literatura era un pasatiempo
que a nadie molestaba, ni siquiera al autor. En cambio, Fuentes se lanza a letra
tendida a riesgo de descalabrarse, abraza explicaciones de la conciencia
nacional y recetas de crepas de huitlacoche. Hasta fines de los cincuenta,
ningún escritor tuvo esta formidable capacidad de trabajo. La vida de Carlos
consiste en escribir, leer, alimentar su cerebro, recorrer su país, hablar y
hacer el amor. Su conversación es igual a su prosa: avasalladora. Le preocupa el
silencio. Para él, la historia de América Latina se ha callado desde que a Sor
Juana le prohibieron escribir. Ante esta orden, Fuentes se obliga a meter la
historia y la vida de un continente, su afán totalizador explica su fertilidad.
Así como los muralistas acumularon metros de pintura sin dejar un espacio en
blanco, sin olvidar
un solo personaje, Fuentes aprieta las páginas con signos. Ninguna escritura tan nerviosa, tan fulgurante como la de Fuentes. A diferencia de Julio Torri, Fuentes es un buen actor de sus emociones, un extraordinario difusor de su propia obra. Para 1972 la lista es apabullante: Arthur Miller, Alberto Moravia, Joseph Losey, John Kenneth Galbraith, Arthur Schlessinger, Kurt Vonnegut, Milan Kundera, Hermann Bloch, Norman Mailer, William Styron, Gregory Peck, Susan Sontag, Shirley MacLaine, Geraldine Chaplin, Jane Fonda, Debra Paget, Jean Seberg, Candice Bergen y su esposo Louis Malle, y María Casares a quien le dedica El tuerto es rey. De seguro Carlos no quiere perderlos como perdió a los niños de su infancia, sus compañeros de clase cuando su padre, embajador de México en Chile, en Río de Janeiro, en Washington, lo llevaba de la mano a la nueva escuela para recibir la lección en otro idioma. ¡Cuántos exilios en la vida de Fuentes! Para cada país, un cambio de piel, niño salamandra, niño que buscó siempre sentirse bien dans sa peau, como dicen los franceses, bien dentro de su piel.
El fenómeno Fuentes devora el universo en el cual
ya no cabe. Por lo pronto no vive en México, escoge París, Londres, Berlín, es
visiting professor en Princeton después de haber estado en el
Smithsonian Institute, sus libros son lectura obligatoria para la agregación del
español en Francia y en las universidades de Estados Unidos. De las reseñas en
“México en la Cultura” pasa al New York Review of Books, al Sunday
Times, al Times, al Times Literary Suplement, al
Nouvel Observa teur, Le Monde, L’Express, Les Lettres Françaises. Sus
libros se imprimen en ediciones de bolsillo del mundo entero y en 1974, cuando
Fuentes no tiene ni cuarenta y seis años, la editorial Aguilar publica sus obras
completas. Fuentes podría cantar a voz en cuello esa canción de“Antes de que tus
labios me confirmaran que me querías, ya lo sabía, ya lo sabía”.
Quizás una de las aspiraciones de la literatura
latinoamericana sea apoderarse del hombre y su circunstancia como lo pidió
Ortega y Gasset. Pero en ninguno está tan agudizado este afán como en Fuentes. A
diferencia de los escritores europeos que parecen ya no tener nada que decir y
los norteamericanos que combaten a la televisión, el cine, la radio, la
antropología social, Internet, el iPod que les quitan sus temas, en América
Latina todo está por decir y Fuentes le da “una voz total a un presente que sin
la literatura carecería de ella” y a un pasado “que está allí, inerte, yerto, y
aguarda a que se le reconozca. La historia de la América española es la historia
de un gran silencio… Tenemos que rescatar el pasado, contestar a través de la
literatura al silencio y a las mentiras de la historia”.
En el prólogo a Fervor de Buenos Aires, en
1923, Borges escribe: “Si en las siguientes páginas hay algún verso logrado
perdóneme el lector el atrevimiento de haberlo compuesto yo antes que él. Todos
somos uno, poco difieren nuestras naderías y tanto influyen en las almas las
circunstancias que es casi una casualidad esto de ser tú el leyente y yo el
escribidor”. Lejos de Fuentes esta modestia; él es el escritor y no lo es por
casualidad; su trabajo le ha costado. Los leyentes permanecen apoltronados,
Borges bien puede desear integrarlos, Fuentes no se expone al ninguneo. Desde
niño fue el pastor de la ciudad (cuando en México DF había algo que pastorear).
Sus increíbles historias lo atestiguan: En el tugurio El Golpe, de pronto su
mesa empieza a moverse y bajo ella surge una enana, maquillada, con ricitos
rubios, chapitas y brazos regordetes. “Carlos, no es posible, esto lo viste en
una película de Buñuel”. “No, si te digo que hasta me sacó a bailar. Primero se
puso colérica porque estaba durmiendo la mona debajo de la mesa pero cuando se
le pasó la borrachera subió encantadora a sentarse en mis rodillas. Acercó su
cara a la mía y la vi vieja, vieja, vieja como de ciento cincuenta mil años,
apergaminada, y su voz tremendamente estridente cubría incluso los sonidos
chillones de los mambos de Pérez Prado”. Carlos exhibe una aventura tras otra y
resulta fácil intuir que la enana es el ensayo general de un buen capítulo
de La región más transparente.
Carlos Fuentes supo jugársela solo, procesar lo
viejo, perderse para reencontrarse, escribir “tu miseria personal será el azar
de tu grandeza posible, tú y yo lucharemos contra nosotros mismos”. En este
águila o sol, cara o cruz, ha vivido su vida. Desde La región más
transparente nos metió a sus novelas y nos enseñó que había otro camino que
el fracaso. Logró expandirnos. En Berkeley escuché al escritor J.J. Armas
Marcelo decir que ninguna versión tan importante de España para los escritores
de treinta a cuarenta años como la que Fuentes da en Terra Nostra desde
su posición de mexicano:“Fuentes logró lo que nosotros intentamos”.
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martes, 15 de mayo de 2012
Carlos Fuentes
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