Nacido en 1491 en el castillo de Loyola, en el País Vasco, Ignacio habría podido convertirse fácilmente en uno de los muchos conquistadores españoles que entonces viajaban al otro lado del Atlántico. Según su propia confesión, se había entregado a «las vanidades de este mundo». Y de hecho se hizo soldado, pero su carrera se truncó cuando durante un asedio fue alcanzado en una pierna por una bala de cañón. Mientras se recuperaba en su castillo, cuenta la historia, Ignacio descubrió que ninguno de los libros que tenía a su alcance era de su agrado, así que tuvo que conformarse con leer vidas de santos. La experiencia cambió por completo su vida. «Todo indica que decidió allí mismo convertirse en santo él mismo, una nueva especie de héroe romántico. “Santo Domingo hizo esto, por tanto tengo que hacer aquello; san Francisco hizo esto otro, por tanto también tengo que hacerlo” ». El método de entrenamiento que se impuso «para alcanzar la santidad» evidenciaba la disciplina y atención al detalle propias de un militar, y de hecho, sus Ejercicios espirituales continúan siendo el curso de autodisciplina básico en la orden que fundó: los jesuitas. «Se trata de un programa de ejercicios de cuatro semanas, un verdadero curso de asalto espiritual para los soldados de Jesús, con el objetivo de que alejen su mente del mundo para concentrarse en los horrores del infierno, la verdad salvadora de la historia evangélica y el ejemplo de Cristo». Un ejercicio, destinado a provocar el desprecio del propio cuerpo, reza: «mirar toda mi corrupción y fealdad corpórea; mirarme como una llaga y postema, de donde han salido tantos pecados y tantas maldades y ponzoña tan turpísima».
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