Gonzalo Martínez Corbalá, en la entrevista. / PRADIP J.
PHANSE
Gonzalo Martínez Corbalá, embajador de México en Chile en 1973, relata los acontecimientos que siguieron al golpe de Estado de Pinochet
Una de las últimas personas que vio a Pablo Neruda con vida
fue el entonces embajador mexicano en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá (San Luis
Potosí, 1928). El diplomático había ido a visitarle por una razón: convencerle
de que aceptara el ofrecimiento del Gobierno mexicano y partiera al exilio,
lejos de la atroz persecución del régimen de Augusto Pinochet. Al inicio fue
reticente, pero Neruda cedió. Acordaron que el viaje sería el 22 de septiembre.
En el último minuto, el Premio Nobel de literatura canceló. “Mejor el lunes”,
dijo al embajador. El lunes nunca llegó. Neruda murió el domingo 23 de
septiembre de 1973 a los 69 años.
Las afirmaciones del chófer de Neruda, Manuel Araya, de que
el poeta había muerto envenenado y no del cáncer de próstata que sufría, y la
posterior denuncia del Partido Comunista han derivado en la exhumación de los
restos del poeta, que son analizados por un equipo forense en Chile. Martínez
Corbalá, uno de los pocos testigos de primera mano de esos días, asegura que no
tiene evidencia de que el poeta haya muerto por orden del regímen, pero que no
descarta la necesidad de una investigación. “Si lo hubieran querido matar, lo
habrían hecho mucho antes, aunque es verdad que en esos días ocurrían tantas
cosas que es difícil saber a ciencia cierta qué fue lo que pasó”, afirma en la
Ciudad de México.
Pocos como Gonzalo Martínez Corbalá vivieron esos
tumultuosos días de septiembre de 1973. Habló con Salvador Allende dos días
antes del golpe, cuando la amenaza ya era inminente. Consoló a su viuda,
Hortensia Tencha Bussi, una vez consumada la acción militar y más tarde arropó
a cientos de exiliados. Sus acciones le ganaron la Orden al Mérito en ese país,
que le otorgó el Gobierno chileno en 1992. “Nunca negamos a nadie la petición
de asilo. Preferí equivocarme y aprobar la entrada de alguien que quizá
exageraba, a dejarlos a la intemperie”, recuerda.
A sus 81 años guarda una memoria prodigiosa. Es capaz de
recordar la hora, el día, el sitio y hasta la ropa que vestía los días en que
ocurrieron los acontecimientos más importantes de su carrera diplomática. Obvia
relatar lo que ocurrió ese 11 de septiembre de 1973. Comienza por los hechos
que le siguieron.
Después de que la Junta militar encabezada por Pinochet
asumiera el poder, la familia del fallecido Allende se refugió en la embajada
mexicana. Ahí permanecieron cuatro días. El 14 de septiembre, dos soldados
increparon a Martínez Corbalá y le apuntaron a las costillas. “Su función no es
agredir embajadores y la mía no es agredir carabineros”, recuerda que les
espetó. Ese mismo día, los militares asesinaron a dos chicos que buscaban
refugio en la residencia. Abandonaron sus cuerpos a las puertas de la embajada
y los dejaron ahí toda la noche “para intimidar”.
En cuestión de días, decenas de chilenos se arremolinaron
frente a la embajada y en la cancillería mexicanas para buscar refugio. Mujeres
se escondían con sus hijos detrás del camión de la basura para entrar sin que
los carabineros se percatasen. El diputado Luis Maira, que años después se convertiría
en embajador chileno en México, entró escondido en el maletero del coche del
embajador. Martínez envolvió en la bandera de México —“como un tamal”,
describen testigos— al editor Sergio Maurín para esconderlo de los carabineros.
El político calcula que en solo unos días consiguieron
acoger a 400 personas, entre ellas 12 mujeres embarazadas. Una de ellas parió
en la sede diplomática. La madre llamó al bebé Gonzalo Salvador Luis Benito. El
embajador cuenta con ilusión que el chico, ahora un adulto de casi 40 años,
consiguió contactarlo hace unos meses por Facebook.
El escape
En la embajada se estaba a salvo, pero salir de ella era
otro tema. Martínez Corbalá decidió transportar a los asilados acogiéndose a la
Convención de Caracas de 1954, que permite al país que otorga el asilo el
derecho de admitir a las personas que decida, sin que otro Estado haga reclamo
alguno. Había un detalle: Chile no había reconocido la convención y, por tanto,
no estaba obligado a acatarla. Afortunadamente para el embajador, los militares
(o por lo menos muchos de ellos) no lo sabían.
El primer grupo en huir estaba encabezado por la viuda de
Allende, Hortensia Bussi, y dos de sus hijas, Carmen Paz e Isabel. Partieron
hacia México el 15 de septiembre de 1973.
El diplomático tramitó los permisos para Hortensia Bussi y
Carmen Paz Allende, pero faltaba el de Isabel. El embajador mexicano añadió los
nombres de esta y su familia con su puño y letra en la parte posterior de un
permiso y se fueron. Todavía conserva ese trozo de papel.
El trayecto de la embajada al aeropuerto, de unos 25
kilómetros, no fue fácil. Los detuvieron por lo menos dos veces. “¿Sabe? Los
militares subían al autobús y apuntaban con las linternas a Tencha [Mussi de
Allende] y a mi mujer”. Otro grupo de militares intentó forcejear con el
diplomático y cuestionaron sus permisos. “Aquí el que califica soy yo”, les
respondió. Consiguieron despegar esa misma noche.
En México fueron recibidos por el presidente Luis Echeverría
(1970-1976) y su gabinete entero, “todos vestidos de riguroso luto”, cuenta.
Tras dos escalas en Lima, Panamá y muchas horas sin sueño, Martínez Corbalá
recuerda que llevaba una barba de días y no tenía ropa con qué cambiarse. El
embajador de Guatemala le prestó un traje y el piloto del avión una máquina de
afeitar. Se reunió con Echeverría y le indicó que debía volver. Aun había
cientos escondidos en las sedes diplomáticas y “si a un embajador le apuntan
con una metralleta, lo que no harán con los demás”, le dijo.
Unas horas después, estaba de nuevo en el aeropuerto. Además
de resolver el estatus de los refugiados, Echeverría le había encargado otra
misión: convencer a Neruda de que también se refugiara en México. “Avisé a mi
mujer por teléfono y le pedí a mi hijo mayor que me acompañara al aeropuerto.
Me despedí, subí al avión y solo ahí recuerdo haber sentido miedo”. ¿Por qué?
“Se cerraron las puertas y, quizá porque fue el único momento de silencio en
mucho tiempo, fui consciente de lo que estaba ocurriendo”.
Llegó a Santiago a las siete de la tarde del 17 de
septiembre. “Justo en el toque de queda. Esa noche dormimos en el avión”,
relata. Al día siguiente acudió inmediatamente a la clínica Santa María a
buscar a Neruda. El poeta, que sufría cáncer de próstata, estaba ahí ingresado.
Le planteó la propuesta del presidente mexicano y el Premio Nobel se resistió a
dejar su país. “Me dijo que quería quedarse, a pelear ‘contra esos
desgraciados’”, cuenta. Matilde, la tercera esposa del poeta, estaba en la
habitación. “Yo no podía decirle nada, pero ella sí”. Consiguieron convencerlo
y fijaron una fecha: el sábado 22.
Martínez Corbalá tramitó los permisos necesarios ante la
Junta militar. “Lo aceptaron sin poner objeciones, le dieron su pasaporte y
nosotros el visado. Estábamos preparados”. El sábado llegó por el poeta, pero
recuerda que él le señaló que no estaba listo para irse. “Nos vamos el lunes”,
le dijo.
La cita del lunes nunca llegó. Neruda murió al día
siguiente. “Yo lo iba a acompañar al aeropuerto y acabé acompañándolo a su
funeral”, relata.
Sobre las afirmaciones de Manuel Araya, chófer del poeta,
que asegura que el escritor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada
fue asesinado, el exembajador mexicano opina que es difícil hacer conjeturas.
“Si lo hubieran querido matar, lo habrían hecho antes”, comenta. Aun así, no
descarta la necesidad de una investigación. “Pasaban tantas cosas, que es
difícil saber exactamente qué ocurrió”.
México acogió entre 6.000 y 8.000 ciudadanos chilenos entre
1973 y 1990. Al menos 400 fueron gestionados por Martínez Corbalá. El
diplomático resta importancia al papel crucial que jugó en aquellos días.
Menciona también al embajador sueco, Ulf Hjetersson, y su homólogo guatemalteco
—el que le prestó el traje — como otros muñidores de la huida de cientos de
chilenos en aquellos días frenéticos.
Al final de la charla, Martínez Corbalá acerca un par de
libros. Uno es su cuaderno de visitas como embajador. Tiene mensajes de
Allende, Amalia Solórzano de Cárdenas y el propio Fidel Castro. Y el otro es
una primera edición de Canto General, ilustrada por Diego Rivera y David Alfaro
Siqueiros. En la primera página, una dedicatoria: “Para Gonzalo Martínez
Corbalá. Con el agradecimiento infinito por su protección cariñosa en los
momentos más desamparados de mi vida”. La nota está datada en México, en 1978.
La firma es de Matilde Urrutia, viuda de Pablo Neruda.
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