Relámpago Basquiat
He buscado el rastro de Jean Michel Basquiat en los diarios de Andy
Warhol porque acabo de ver en la galería Gagosian de Chelsea una
exposición formidable de sesenta obras suyas
En septiembre de 1983, cuando aún no había cumplido veintitrés años y ya era una estrella de la pintura,
Jean-Michel Basquiat le dijo a
Andy Warhol
que tenía miedo de no durar más que un fogonazo de la moda, “a flash in
the pan”. Menos de tres años antes pintaba grafitis por las paredes del
Soho y los corredores del metro y medio mendigaba intentando vender por
la calle postales que dibujaba él mismo. Su padre era haitiano, su
madre puertorriqueña. Durante toda su breve vida Basquiat mantuvo la
actitud algo pendenciera de un hijo del gueto, pero en realidad se había
criado en un hogar de clase media de Brooklyn, y si en ocasiones, antes
de hacerse conocido, tuvo que dormir en los bancos de Washington Square
fue porque a los quince años había abandonado el instituto y la casa
familiar.
Andy Warhol recordaba haberlo visto rondando por las calles del
Village, y como lo encontraba tan guapo había llegado a darle propinas
de hasta 10 dólares por alguna de sus postales. El detalle económico es
importante: en sus diarios, Warhol deja una constancia tan meticulosa de
lo que le ha costado cada viaje en taxi como de las celebridades a las
que ha encontrado en una fiesta. Sus anotaciones intermitentes sobre la
carrera en ascenso de Basquiat incluyen casi siempre lo que el pintor
joven al que conoció pidiendo por la calle gasta en vino francés y en
champán francés cuando lo lleva a una cena de celebración de su
cumpleaños en los mejores restaurantes de Nueva York, donde los
camareros lo miran siempre con alarma a pesar del dinero que reparte a
puñados, sacándolo de los bolsillos de sus trajes de Armani. En Le
Cirque, un día de mayo de 1985, el siempre económico Warhol anota que
Basquiat, sin mirar siquiera la carta de vinos, ha pedido la botella más
cara de todas. No cuesta imaginar la escena: el
sommelier
obsequioso y también desconcertado, inclinándose mucho, no pudiendo
evitar miradas de soslayo hacia ese negro alto y de pelambre en erupción
que viste con una mezcla inaceptable de elegancia y abandono, que lleva
un traje y una camisa de seda manchados de pintura y tiene la mirada
perdida y la sonrisa vaga de un yonqui.
Ahora vemos estos cuadros y nos damos cuenta de hasta qué punto pertenecen a la historia de la pintura
He buscado el rastro de Jean Michel Basquiat en los diarios de Andy Warhol porque acabo de ver en la galería
Gagosian
de Chelsea una exposición formidable de sesenta obras suyas, pinturas
casi todo, unos cuantos dibujos. En los ochenta, Basquiat era la pura
vanguardia, lo definitivamente nuevo: a una distancia de tres décadas,
uno lo ve ya como parte de una tradición a la que no le quedaba mucho
tiempo de vida, al menos en los dictados de esa moda tan voluble como la
moda indumentaria en que se ha convertido el mundo del arte. Ahora
vemos estos cuadros y nos damos cuenta de hasta qué punto pertenecen a
la historia de la pintura, cuando la pintura importaba todavía. Al gran
Robert Hughes
le parecía que Basquiat había sido un principiante ingenioso malogrado
por los halagos del éxito, y que su prestigio no duraría mucho, a pesar
de que coleccionistas y galeristas pusieran todo su empeño en aumentar
el valor de todo lo que habían invertido en él. Paseando por los
espacios inmensos, entre las paredes blancas de la galería Gagosian, los
mejores cuadros de Basquiat estallaban delante de mí con todo el
poderío de la gran pintura ya clásica de la mitad del siglo pasado: los
brochazos de color de
De Kooning, las acumulaciones visuales de
Rauschenberg, las caligrafías fantásticas de
Cy Twombly, los monigotes furiosos de
Dubuffet. Con un filo de ira más agudo que el de Keith Haring, con mucho más talento que el ampuloso
Julian Schnabel,
Jean-Michel Basquiat se regocijaba visiblemente en la materialidad y en
los gestos de la pintura. No hay ni una línea en sus cuadros que no
lleve la marca de la urgencia con la que debió de trazarse. Sobre el
lienzo se ven los resultados de un asalto en el que parece que nunca
dejó de actuar la misma prisa del grafitero por terminar un dibujo antes
de ser sorprendido. Palabras, nombres, insultos, crudos órganos
sexuales, conjuros, figuras de pájaros o de brujos, coronas reales,
coronas de espinas, están dibujados sobre la tela o sobre la base de la
pintura misma como inscripciones en la puerta de un retrete público. Hay
un cuadro entero pintado en una puerta, en una puerta de verdad, con
sus goznes bien visibles, como recién arrancados. Hay un bloque redondo
de aglomerado como de dos metros de diámetro, pintado de negro, con dos
círculos sinuosos en el interior, como las rayas de un antiguo vinilo, y
casi en el centro el título de una de las grandes canciones de
Charlie Parker: Now’s the Time.
Algo de la energía nerviosa del
bebop irradia de esta
pintura, sobre todo esas largas líneas que se prolongan como a punto de
quebrarse y que debajo de su apariencia de crudeza contienen un
apasionado virtuosismo. La hambrienta vitalidad universal de Jean-Michel
Basquiat le recuerda a uno la de Charlie Parker: la prisa anfetamínica
por disfrutarlo todo y aprenderlo todo, por la comida, la bebida, el
sexo, las drogas, la música, los viajes. Sonaba el teléfono en casa de
Warhol a las siete de la mañana y era Basquiat que lo llamaba desde Los
Ángeles o Estocolmo o Mallorca porque estaba en un hotel y no podía
dormir, porque llevaba cuatro días despierto sin pausa. Warhol le notaba
que estaba bajo los efectos de la heroína porque de pronto lo veía
perderse en inesperadas lentitudes: el 29 de noviembre de 1984 Basquiat
se inclinó para atarse los cordones de un zapato y permaneció en esa
posición durante cinco minutos. Su apartamento en el Soho olía como una
pocilga y por los rincones había billetes de cien dólares arrugados como
bolas de papel. Uno tropezaba en el desorden y podía acabar pisando un
cuadro todavía húmedo. Llamaba por teléfono diciendo que se iba a
presentar al cabo de unos minutos y no llegaba nunca. Un día de 1986
sonó el teléfono a la deshora habitual en casa de Warhol y era Basquiat
que estaba en Costa de Marfil y quería hablarle de los trozos de carne
llenos de moscas que acababa de ver en un mercado callejero.
Warhol le notaba que estaba bajo los efectos de la heroína porque de pronto lo veía perderse en inesperadas lentitudes
Uno busca su nombre en la proliferación casi de guía telefónica de
los diarios de Warhol y según avanza en la lectura teme el momento en el
que aparezca la anotación de su muerte. La gente moría muy rápido en
aquel Nueva York de los primeros años del crack y del sida. Pero fue
Warhol, el hipocondriaco, el observador frígido de las pasiones de los
otros, el que se marchó antes. La última anotación del diario es del 14
febrero de 1987. Unos meses atrás Warhol y Basquiat estuvieron juntos en
un concierto de
Miles Davis.
El 20 de febrero Warhol murió en el hospital después de una operación
de próstata. Cuando Basquiat murió, de sobredosis, en agosto de 1988,
tenía 27 años.
Jean-Michel Basquiat. Galería Gagosian. Nueva York. Hasta el 6 de abril.
www.antoniomuñozmolina.es
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