Joseph Priestley: un homenaje al científico perseguido
La
historia de la ciencia está llena de genios que iluminaron con su
pensamiento caminos hasta entonces oscuros. Pero también está marcada
por las sombras de la intolerancia y el fanatismo, que muchas veces
persiguieron a quienes osaron pensar diferente. Entre esos nombres
resplandece, con una mezcla de grandeza y tragedia, el de Joseph
Priestley (1733–1804), el hombre que descubrió el oxígeno, revolucionó
la química y defendió la libertad de conciencia, pagando un precio
injusto por su valentía intelectual.
El científico de la luz invisible
Priestley
no fue un científico cualquiera: fue un verdadero pionero en múltiples
campos. Sus experimentos con los “aires” (lo que hoy llamamos gases) lo
llevaron a aislar el oxígeno en 1774, al que llamó “aire
desflogisticado”. Aunque fue Lavoisier quien interpretó correctamente el
hallazgo, Priestley abrió la puerta a la química moderna. Además,
estudió la electricidad, inventó el agua carbonatada e hizo
observaciones sobre la respiración de las plantas que anticiparon la
fotosíntesis.
En él había
una curiosa mezcla de investigador empírico y filósofo ilustrado: un
hombre que creía que el conocimiento debía servir al progreso humano y a
la felicidad colectiva.
El hereje ilustrado
Pero
Priestley no sólo fue científico: fue también un disidente religioso y
un defensor de la libertad de pensamiento. Como unitario, negó la
Trinidad, y como pensador político simpatizó con la Revolución Francesa y
la independencia estadounidense. Para la Inglaterra conservadora del
siglo XVIII, esas ideas eran casi blasfemias.
La
ciencia le dio prestigio, pero sus convicciones le granjearon enemigos
poderosos. La turba, azuzada por la intolerancia religiosa y el miedo a
las revoluciones, lo persiguió como si fuera un peligro público.
El fuego de la intolerancia
El
punto más oscuro llegó en 1791, cuando los disturbios de Birmingham
incendiaron su casa y su laboratorio. Priestley lo perdió todo: su
biblioteca, sus instrumentos, sus manuscritos. No fue un accidente: fue
un ataque directo contra su persona, contra lo que representaba. El
gobierno no lo defendió, y la opinión pública, manipulada, lo convirtió
en enemigo.
La paradoja
es brutal: mientras el mundo debía celebrar a un hombre que dio tanto a
la ciencia, Inglaterra lo expulsaba de su seno.
El exilio y el legado
En
1794 partió a Estados Unidos, donde fue recibido con más respeto,
aunque nunca recuperó del todo la calma que la intolerancia inglesa le
había robado. Murió en Pensilvania en 1804, lejos de su tierra natal.
Hoy,
con la distancia de los siglos, podemos darle el reconocimiento que se
le negó en vida. Priestley fue un espíritu libre, un científico que
desafió dogmas, un hombre que creyó en la razón y en la libertad. Su
exilio no borró su obra, pero sí nos recuerda el precio que a veces paga
el pensamiento cuando incomoda al poder.
Un homenaje necesario
Recordar
a Joseph Priestley es también una advertencia. La ciencia, el
pensamiento crítico y la libertad de conciencia no siempre han sido
bienvenidos. Sacar a la luz estas historias es rendir homenaje a
quienes, como Priestley, fueron perseguidos por atreverse a pensar.
El
fuego que consumió su casa y su laboratorio no logró apagar el
resplandor de sus ideas. Su nombre sigue vivo en cada respiración que
damos, en cada explicación de la fotosíntesis, en cada vaso de agua con
burbujas. Priestley nos enseñó que la verdad científica y la libertad de
pensamiento son inseparables, y por eso merece no sólo reconocimiento,
sino gratitud.
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