jueves, 2 de octubre de 2025


 Jane Goodall: la mujer que nos recordó que no somos los únicos


La muerte de Jane Goodall, a los 91 años, marca el fin de una era, pero también nos deja frente a un espejo incómodo: el de nuestra relación con la naturaleza. Goodall no fue solo una primatóloga; fue una voz moral en un mundo que avanza hacia la devastación ecológica con paso firme. Su partida no debe ser solo motivo de luto, sino de reflexión y, sobre todo, de acción.

La científica que rompió paradigmas
Cuando en 1960 llegó a Gombe, Tanzania, Goodall no llevaba credenciales académicas imponentes, sino una curiosidad desbordante. Fue esa curiosidad la que le permitió observar lo que muchos científicos se negaban a ver: que los chimpancés fabricaban herramientas, cazaban en grupo, mostraban afecto, ira y compasión. Con esas observaciones derrumbó la frontera rígida que separaba al “hombre” del “animal”.
Su método era considerado poco ortodoxo: se negaba a numerar a los chimpancés y prefería darles nombres —David Greybeard, Flo, Fifi— porque entendía que eran individuos con personalidad propia. Ese gesto, criticado en su momento, abrió la puerta a una ciencia más humana y más honesta.

La activista que alzó la voz por el planeta
Goodall pudo quedarse en la comodidad del laboratorio y la academia, pero eligió otro camino: convertirse en defensora de la vida. Fundó el Instituto Jane Goodall y el programa Roots & Shoots, convencida de que la juventud era la última esperanza para revertir la destrucción ambiental. Viajó hasta el último rincón del mundo para repetir un mensaje incómodo pero necesario: que el destino de la humanidad está ligado al destino de los bosques, de los chimpancés, de la biodiversidad que despreciamos.
En tiempos en los que la codicia corporativa arrasa selvas enteras, su voz fue un faro. Un faro que, aunque ahora se apague físicamente, deja encendido un fuego que depende de nosotros mantener.

El legado ético y humano
Goodall fue más que una científica o una activista: fue una guía espiritual en el sentido más terrenal de la palabra. Nos enseñó que la compasión puede ser una herramienta política y que la humildad no está reñida con la grandeza. Nos recordó que no somos dueños de la Tierra, sino apenas una especie más que depende de las demás para sobrevivir.
Su vida es también una interpelación: ¿qué hacemos nosotros, aquí y ahora, con el legado que deja? ¿Seguiremos considerando al planeta un recurso a explotar o lo veremos, como ella nos pidió, como un hogar compartido?

Jane Goodall murió, pero no se extingue. Su legado vive en cada árbol defendido, en cada chimpancé protegido, en cada joven que decide alzar la voz por la naturaleza. Ella nos mostró que la ciencia puede tener corazón y que la esperanza, aunque frágil, es una forma de resistencia. Honrar su memoria no es escribir palabras bonitas, sino continuar la lucha que ella libró toda su vida.
Porque si algo nos enseñó Jane Goodall, es que la diferencia entre el colapso y la esperanza depende de cada uno de nosotros.

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