Jane Goodall: la mujer que nos recordó que no somos los únicos
La
muerte de Jane Goodall, a los 91 años, marca el fin de una era, pero
también nos deja frente a un espejo incómodo: el de nuestra relación con
la naturaleza. Goodall no fue solo una primatóloga; fue una voz moral
en un mundo que avanza hacia la devastación ecológica con paso firme. Su
partida no debe ser solo motivo de luto, sino de reflexión y, sobre
todo, de acción.
La científica que rompió paradigmas
Cuando
en 1960 llegó a Gombe, Tanzania, Goodall no llevaba credenciales
académicas imponentes, sino una curiosidad desbordante. Fue esa
curiosidad la que le permitió observar lo que muchos científicos se
negaban a ver: que los chimpancés fabricaban herramientas, cazaban en
grupo, mostraban afecto, ira y compasión. Con esas observaciones
derrumbó la frontera rígida que separaba al “hombre” del “animal”.
Su
método era considerado poco ortodoxo: se negaba a numerar a los
chimpancés y prefería darles nombres —David Greybeard, Flo, Fifi— porque
entendía que eran individuos con personalidad propia. Ese gesto,
criticado en su momento, abrió la puerta a una ciencia más humana y más
honesta.
La activista que alzó la voz por el planeta
Goodall
pudo quedarse en la comodidad del laboratorio y la academia, pero
eligió otro camino: convertirse en defensora de la vida. Fundó el
Instituto Jane Goodall y el programa Roots & Shoots, convencida de
que la juventud era la última esperanza para revertir la destrucción
ambiental. Viajó hasta el último rincón del mundo para repetir un
mensaje incómodo pero necesario: que el destino de la humanidad está
ligado al destino de los bosques, de los chimpancés, de la biodiversidad
que despreciamos.
En tiempos en los que la codicia
corporativa arrasa selvas enteras, su voz fue un faro. Un faro que,
aunque ahora se apague físicamente, deja encendido un fuego que depende
de nosotros mantener.
El legado ético y humano
Goodall
fue más que una científica o una activista: fue una guía espiritual en
el sentido más terrenal de la palabra. Nos enseñó que la compasión puede
ser una herramienta política y que la humildad no está reñida con la
grandeza. Nos recordó que no somos dueños de la Tierra, sino apenas una
especie más que depende de las demás para sobrevivir.
Su
vida es también una interpelación: ¿qué hacemos nosotros, aquí y ahora,
con el legado que deja? ¿Seguiremos considerando al planeta un recurso a
explotar o lo veremos, como ella nos pidió, como un hogar compartido?
Jane
Goodall murió, pero no se extingue. Su legado vive en cada árbol
defendido, en cada chimpancé protegido, en cada joven que decide alzar
la voz por la naturaleza. Ella nos mostró que la ciencia puede tener
corazón y que la esperanza, aunque frágil, es una forma de resistencia.
Honrar su memoria no es escribir palabras bonitas, sino continuar la
lucha que ella libró toda su vida.
Porque si algo nos enseñó Jane Goodall, es que la diferencia entre el colapso y la esperanza depende de cada uno de nosotros.

No hay comentarios:
Publicar un comentario