En su artículo «Una dificultad del Psicoanálisis», Sigmund Freud señaló que, a lo largo de la historia, la humanidad ha sufrido tres grandes heridas narcisistas.
La primera de ellas fue la revolución copernicana.
En
pleno Renacimento, Nicolás Copérnico demostró que la Tierra no era el
centro del universo. Ése fue el primer gran cachetazo a nuestro orgullo.
Tuvimos que admitir que no vivimos en un lugar privilegiado, sino que,
como luego dirá Nietzsche, nuestro planeta es sólo uno más de los astros
que deambulan por el cielo.
La segunda herida
narcisista la produjo Darwin al negar que el ser humano sea una creación
divina hecho a imagen y semejanza de Dios. Según él, no somos sino un
eslabón más en la escala evolutiva.
Sin embargo,
nos quedaba todavía un motivo para sentirnos distintos: éramos los
únicos seres racionales y conscientes capaces de tomar decisiones que
armonizaran sus actos y deseos. Entonces llegó Freud y produjo la
tercera y más profunda de las heridas a nuestro ego al develar la
existencia del Inconsciente. Con este descubrimiento señaló la
ambivalencia que nos recorre y denunció que nadie puede decir con
exactitud qué desea, porque es posible que, mientras una parte de
nosotros quiera una cosa, otra desee exactamente lo contrario y, aunque
creamos buscar la felicidad, llevamos una fuerza que nos empuja a
sufrir. A esa fuerza, los analistas la llamamos pulsión de muerte.
Gabriel Rolón
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