En mi petate llevaba una tienda de campaña y un saco de dormir, un juego de ollas de aluminio y un hornillo sueco de camping que funcionaba con gasolina y que había que presurizar con una bomba. Aquello y comida para una semana era todo lo que llevaba encima en las afueras de Gillette, Wyoming, esa mañana, cuando vi a un hombre que se acercaba andando hacia mí procedente de la ciudad.
En
la distancia, vi que vestía una vieja prenda de ropa interior de una
sola pieza y tela acolchada y llevaba una tartera negra. Saqué las manos
de los bolsillos y me volví de cara a él. Llegó a mi altura y se quedó
allí estudiándome. Tenía el pelo revuelto y apelmazado y su ropa
presentaba brillos de suciedad y grasa a la altura de los muslos. No
parecía malintencionado, pero yo era joven y estaba solo y le miré como
un halcón. Me preguntó a dónde me dirigía. —California —dije. Él asintió
con un gesto de cabeza.
¿Cuánta comida tienes? —preguntó.
Pensé
en la pregunta. Tenía mucha comida —con todas mis demás cosas—, y era
evidente que él no tenía mucha. Yo habría dado comida a alguien que
dijera que tenía hambre, pero no quería que me robaran, y eso es lo que
me parecía que estaba a punto de suceder.
—Llevo un poco de queso. —Mentí. Y permanecí allí, preparado, pero él se limitó a mover la cabeza.
No podrás llegar a California solo con un poco de queso —dijo—. Necesitas algo más que eso.
El
hombre me dijo que vivía en un coche averiado y que todas las mañanas
caminaba unos cinco kilómetros hasta una mina de carbón de las afueras
de la ciudad para ver si necesitaban reemplazar a algún trabajador.
Algunos días lo necesitaban y otros días no, y el de hoy era uno de los
días en que no. —Así que no voy a necesitar esto —dijo, abriendo su
tartera negra. —Te vi desde la ciudad y solo quería asegurarme de que
estabas bien.
La tartera contenía un bocadillo de
mortadela, una manzana y una bolsa de patatas fritas. La comida,
probablemente, procedía de alguna iglesia local. No tenía otra opción
más que cogerla. Le di las gracias, guardé la comida en mi bolsa para
más tarde y le deseé suerte. Entonces se dio la vuelta y emprendió el
camino de vuelta hacia Gillette.
Seguí pensando en
aquel hombre durante el resto de mi viaje. Seguí pensando en él durante
toda mi vida. Había sido generoso, sí, pero mucha gente es generosa; lo
que le hacía diferente era el hecho de que se había hecho responsable de
mí. Me había visto desde lejos y había venido andando casi un kilómetro
para asegurarse de que estaba bien. Robert Frost escribió, como es bien
sabido, que el hogar es el sitio donde, cuando has de ir a él, tienen
que recogerte. La palabra «tribu» es mucho más difícil de definir, pero
en principio podría ser la gente con la que te sientes forzado a
compartir la comida que te queda. Por razones que nunca sabré, el hombre
de Gillette decidió tratarme como a un miembro de su tribu.
Sebastian Junger
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