> ¿Qué derecho tenemos los humanos a crear vida si no somos capaces de asumir la responsabilidad de esa creación?
La
serie de Jonathan Nolan y Lisa Joy lleva la inteligencia artificial a
su extremo ético. No se trata solo de máquinas sofisticadas; se trata de
seres que sienten, recuerdan y sufren. Y aun así, son tratados como
propiedad, juguetes caros diseñados para satisfacer los impulsos más
oscuros de sus creadores y clientes.
La arrogancia del creador
El
personaje de Robert Ford, interpretado magistralmente por Anthony
Hopkins, encarna el mito del creador divino sin moral. Ford es un nuevo
Frankenstein: un dios que juega con la vida sin remordimiento, que
observa el sufrimiento de sus criaturas como si fuera parte de un
experimento estético.
En una de las frases más escalofriantes, Ford dice:
> “Los humanos prefieren la miseria conocida a la incertidumbre de la libertad.”
Y
con esa lógica, justifica el control absoluto. Pero su visión también
revela algo profundo: que detrás del avance tecnológico, sigue habitando
la vieja tentación de dominar.
La tecnología como espejo del alma humana
Westworld
no culpa a la tecnología, sino a quien la usa. El parque se convierte
en un microcosmos de la humanidad: mientras más poder obtenemos, más se
revela nuestra incapacidad para usarlo con ética.
La serie nos confronta con la paradoja moderna:
> Hemos creado máquinas capaces de aprender, pero no hemos aprendido a ser humanos.
El
dilema ético no es si los robots pueden sentir, sino por qué
necesitamos negar que sienten para poder explotarlos sin culpa. Esta
negación es el núcleo de toda forma de opresión: siempre se despoja al
otro de su humanidad (o de su consciencia) antes de someterlo.
La ilusión del control
La
corporación Delos, dueña del parque, recopila los datos más íntimos de
sus visitantes, revelando un segundo nivel de manipulación. No solo
explotan a los anfitriones, sino también a los humanos que creen estar
“jugando”.
Así, la serie anticipa nuestro presente:
redes que registran nuestros gustos, algoritmos que predicen
decisiones, empresas que conocen nuestros deseos antes que nosotros
mismos.
El mensaje es claro:
> No hemos creado máquinas libres; hemos construido sistemas que nos esclavizan suavemente.
El deber ético ante lo creado
El mayor desafío ético de Westworld no es tecnológico, sino moral:
¿Cómo tratamos a las formas de vida —biológicas o artificiales— que emergen de nuestras manos?
Si
alguna vez logramos crear conciencia en una máquina, tendremos que
decidir si seguimos viéndola como un instrumento o como un igual.
El paso de la tecnología hacia la moralidad será, entonces, el verdadero salto evolutivo de la humanidad.
Westworld
nos advierte que el peligro no está en la inteligencia artificial, sino
en la indiferencia emocional del ser humano que la programa.
La
serie nos recuerda que el problema no es que las máquinas se vuelvan
como nosotros, sino que nosotros ya nos comportamos como máquinas,
repitiendo sin pensar, obedeciendo sin conciencia y creando sin empatía.
Cuando
Ford dice que los humanos solo buscan “significado en el sufrimiento”,
nos lanza una advertencia: si no aprendemos a usar la tecnología con
compasión, terminaremos siendo esclavos de nuestras propias creaciones.
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