sábado, 25 de octubre de 2025

 Entre el fuego y la esperanza: ¿estamos condenados?

Vivimos en la era del fuego. El calor ya no es solo un fenómeno natural: es la consecuencia de una civilización que encendió motores, hornos y fábricas sin pensar en el precio. Cada avión que cruza el cielo, cada automóvil que ruge en la avenida, cada bosque arrasado por la codicia añade una chispa más al incendio. Y los científicos lo dicen sin rodeos: si seguimos alimentando las llamas, la vida en el planeta será irreconocible.

Ante esto, surge la pregunta más humana de todas: ¿estamos condenados?

La tentación de responder que sí es fuerte. Hay días en que basta mirar los incendios forestales, las sequías interminables o los huracanes cada vez más feroces para sentir que no queda salida. Sin embargo, la verdad es más compleja y más exigente: no estamos condenados, pero tampoco estamos a salvo.


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El futuro no está escrito

El destino no es un bloque de piedra; es un tejido que se entrelaza con cada decisión colectiva. El Panel Intergubernamental de Cambio Climático insiste en lo mismo: el margen aún existe. La humanidad puede escoger entre un mundo que se calienta 1.5 °C, 2 °C o 3 °C. Cada medio grado importa, cada política energética, cada árbol que queda en pie.

No hablamos de salvar el planeta —la Tierra sobrevivirá—, sino de salvarnos a nosotros mismos y a las especies con las que compartimos este hogar. La catástrofe no es inevitable: es opcional, aunque la ventana para evitarla se estrecha día a día.


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Tecnología: el fuego y el agua

La paradoja es brutal: la misma tecnología que nos trajo hasta aquí puede ser parte de la salida. Energías renovables, agricultura regenerativa, transporte limpio, captura de carbono: no son sueños, son realidades que ya existen, aunque aún demasiado pequeñas frente al monstruo fósil. La cuestión no es si podemos, sino si queremos dar el salto a tiempo, si la voluntad política puede imponerse al apetito de las corporaciones y a la inercia del consumo.


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Elegir el dolor, elegir la esperanza

Quizás el error está en ver el futuro como una dicotomía entre condena o salvación. No habrá un final feliz absoluto, tampoco un apocalipsis total inmediato. Habrá grados de pérdida, habrá lugares más golpeados que otros, habrá generaciones que vivan con más sed, más hambre, más desplazamientos. Pero cada acción que reduzca el fuego es un acto de esperanza concreta, una diferencia real en la vida de millones.

No se trata de consolarse con optimismo ingenuo, ni de rendirse al fatalismo. Se trata de asumir la verdad incómoda: la catástrofe es posible, pero también lo es la resistencia, la adaptación y la transformación.


Una invitación

Si estamos en el tiempo del fuego, también podemos ser quienes decidan cuánto arde y cuánto queda en pie. La historia no está sellada. No somos espectadores, somos parte del incendio y parte de la posible lluvia.

El dilema no es si estamos condenados, sino si tendremos el valor de cambiar antes de que el fuego nos consuma por completo.

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