martes, 28 de octubre de 2025

 Mucha gente sensible y culta, al ver a Mussolini, exmaestro de escuela, novelista bohemio de segunda fila y antiguo orador socialista y director de prensa del partido, y a Hitler, antiguo cabo y fallido estudiante de arte, junto con sus rufianes encamisados, a cargo de grandes potencias europeas, supusieron simplemente que «una horda de bárbaros […] ha plantado sus tiendas dentro de la nación»[23]. El novelista Thomas Mann escribía en su diario el 27 de marzo de 1933, dos meses después de que Hitler se hubiese convertido en canciller de Alemania, que había presenciado una revolución de un género nunca visto hasta entonces, «sin ideas subyacentes, contra las ideas, contra todo lo más noble, lo mejor, lo decente, contra la libertad, la verdad y la justicia». La «escoria vil» había tomado el poder, «con inmenso regocijo de las masas»[24].

El eminente filósofo-historiador italiano liberal Benedetto Croce, que estaba en el exilio interno, en Nápoles, comentó desdeñosamente que Mussolini había añadido un cuarto tipo de desgobierno, la «onagrocracia», es decir, el gobierno ejercido por asnos salvajes, a los famosos tres de Aristóteles: tiranía, oligarquía y democracia[25]. Croce llegaría más tarde a la conclusión de que el fascismo era solo un «paréntesis» en la historia italiana, el resultado temporal de la decadencia moral magnificada por los trastornos de la Primera Guerra Mundial. El historiador liberal alemán Friedrich Meinecke consideró, asimismo, después de que Hitler hubiese llevado a Alemania a la catástrofe, que el nazismo había surgido de una degeneración moral en la que técnicos superficiales e ignorantes, Machtmenschen, apoyados por una sociedad de masas sedienta de emociones, habían triunfado sobre humanitarios equilibrados y racionales, Kulturmenschen[26]. La salida, pensaban los dos, era restaurar una sociedad en la que no gobernasen «los mejores».
Otros observadores se dieron cuenta, desde el principio, de que estaba en juego algo más profundo que la ascensión casual de unos rufianes y más preciso que la decadencia del viejo orden moral. Los marxistas, primeras víctimas del fascismo, estaban acostumbrados a pensar en la historia como un gran despliegue de procesos profundos a través del choque de sistemas económicos. Antes incluso de que Mussolini hubiese consolidado plenamente su poder, tenían lista una definición del fascismo como «el instrumento de la alta burguesía para combatir al proletariado cuando los medios legales disponibles del Estado resultasen insuficientes para someterlo»[27]. En la época de Stalin, esto se endureció en una fórmula férrea que se convirtió en ortodoxia comunista durante medio siglo: «El fascismo es la dictadura terrorista y descarada de los elementos más reaccionarios, patrioteros e imperialistas del capital financiero»[28].
Aunque se propusieron a lo largo de los años muchas más interpretaciones y definiciones, ni siquiera hoy, más de ochenta años después de la reunión de San Sepolcro, ha logrado ninguna de ellas consenso universal como explicación completamente satisfactoria de un fenómeno que pareció surgir de la nada, adoptó formas múltiples y variadas, exaltó el odio y la violencia en nombre de la gloria nacional y consiguió, sin embargo, atraer a estadistas, empresarios, profesionales, artistas e intelectuales cultos y prestigiosos.
Robert O Paxton 

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