sábado, 11 de octubre de 2025

 Richard Dawkins es uno de los científicos en activo más famosos, y es un apasionado narrador de una de las historias más oscuras jamás contadas. En El río del Edén, Dawkins describe la vida animal como un calvario operístico de inanición, miseria y despiadada indiferencia. «La cantidad total de sufrimiento por año en el mundo natural sobrepasa cualquier reflexión decente —escribe con mano temblorosa—. Durante el minuto que me lleva componer esta frase, miles de animales están siendo devorados vivos; otros están corriendo para salvar sus vidas, quejándose aterrorizados; otros están siendo devorados lentamente desde el interior por parásitos taladradores; miles de criaturas de todas clases están muriendo de hambre, sed y enfermedad».[45]En el relato de Dawkins, incluso la mejor de las épocas solo puede conducir a la peor de las épocas: «Si alguna vez hay una época de abundancia —afirma—, este mismo hecho conducirá automáticamente a un aumento de la población hasta que el estado natural de inanición y miseria sea restaurado» (la cursiva es mía). Pensad en ello, si os atrevéis. El «estado natural» de los organismos vivos es uno de «inanición y miseria». ¡Muy Antiguo Testamento!

Durante el minuto que me lleva componer esta frase, ¿cuánta gente se ha dejado convencer por la peligrosa y debilitante creencia de que el mundo natural es su enemigo letal y que lo que les protege del hambre, la miseria y la enfermedad son las divinas maravillas de la civilización?
El sufrimiento y la depredación ciertamente existen, pero también existen la bondad de los desconocidos, las puestas de sol de belleza indescriptible, los arcoíris en las bóvedas de las conchas marinas de las profundidades, los orgasmos que —seamos realistas— nos hacen sentir mucho mejor de lo necesario y el puré de patatas con ajo y mantequilla. En cualquier caso, ¿es la «cantidad total de sufrimiento por año» significativa? ¿No sería mucho mejor comparar la proporción de vida que uno pasa en agonía con el tiempo dedicado a la contemplación silenciosa, la zambullida dichosa y la simple satisfacción?
Dawkins no es el único, ni mucho menos, que sostiene esta sombría perspectiva de la vida al margen del abrazo protector de la civilización. Si bien tales sentimientos se han repetido durante milenios, tal vez alcanzaron su punto culminante en el siglo XIX, cuando el filósofo Arthur Schopenhauer describió el mundo natural como un «campo de matanza, donde seres ansiosos y atormentados no pueden subsistir más que devorándose los unos a los otros; donde todo animal de rapiña es tumba viva de otros mil y no sostiene su vida sino a expensas de una larga serie de martirios».
Es un error perder nuestro sentido de la proporción, incluso al contemplar la propia muerte; en especial al contemplar la propia muerte. Es cierto que al final todos vamos a morir, pero ¿por qué hay que ser tan dramáticos? Contemplar la muerte da miedo. Lo entiendo. Pero si lo contextualizamos es un acontecimiento relativamente breve. En una de las últimas anotaciones en su diario, Montaigne observó que, dado que morir se reducía a unos pocos malos momentos al final de la vida, no valía la pena preocuparse por ello. Si uno tardara una hora en morir, no representaría más que una fracción insignificante de la vida humana media. Es una proporción bastante buena, a fin de cuentas. E incluso si una hora de setecientas mil os parece demasiado, hay formas más rápidas de marcharse —con garantía de ser indoloras— si uno mismo decide tomar el control del proceso o tiene un doctor compasivo.
Y en cuanto a lo que viene después, ¿qué es lo que hay que temer?

Christopher Ryan 

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