Según los mitos griegos, las almas de los muertos llegaban a la orilla de la laguna Estigia, donde debían esperar a Caronte, encargado de cruzarlos hasta su destino. A cambio del viaje, el barquero infernal exigía como retribución una moneda. Por eso, en aquellos tiempos, se acostumbraba colocar un óbolo debajo de la lengua, o sobre los ojos de los difuntos, para que cuando llegaran al mundo subterráneo pudieran pagar los servicios de Caronte. Quienes no cumplían con este requisito, debían vagar por la ribera durante cien años.
Se describe al barquero como un anciano
harapiento, de barba gris y rostro desagradable que, aunque conducía la
barca fúnebre, se negaba a remar y obligaba a que los condenados lo
hicieran por él.
Fueron muy pocos quienes lo
conocieron sin morir y pudieron cruzar en su barca. Heracles, el héroe
griego, lo consiguió doblegándolo con su fuerza. Orfeo, en cambio, lo
hizo gracias al hechizo que generaba con su música. Como sabemos,
también Dante Alighieri lo logró, según nos cuenta al comienzo de La
Divina Comedia. Sin embargo, en este caso, el destino final no fue el
Hades, el infierno de los helenos, sino el infierno cristiano. Una
aventura que El Dante no pudo realizar solo; necesitó la ayuda de un
poeta, Virgilio, para descender a la región infernal.
Gabriel Rolón
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