“Pero el corazón tiene su propia memoria y no ha olvidado nada”, dice Jean-Baptiste Clamence, el narrador de La caída de Albert Camus. La frase es breve pero abismal. En ella resuena una verdad que la conciencia moderna —obsesionada con el olvido terapéutico y el pragmatismo emocional— muchas veces prefiere evitar: no todo puede olvidarse, porque hay recuerdos que no viven en la cabeza, sino en el corazón. Y el corazón, como sugiere Camus, es un archivo silencioso pero implacable.
Esta “memoria del corazón” no es la de los datos ni de los hechos fríos, sino la de las emociones, los gestos que herimos, las palabras que callamos, las decisiones que tomamos cuando nadie nos miraba. Es una memoria íntima y, a menudo, moral. Porque lo que se graba en ella no son solo imágenes, sino la huella ética de nuestras acciones. Lo que olvidamos racionalmente, lo recordamos afectivamente: un remordimiento que regresa al cerrar los ojos, una culpa sorda que acompaña las horas de insomnio, una ternura perdida que aún duele décadas después.
Camus no es un moralista tradicional. No cree en castigos divinos ni en redenciones espectaculares. Pero sí entiende que la conciencia humana no puede escapar de sí misma. En La caída, el protagonista —un antiguo abogado exitoso, que se creía justo, noble, por encima del juicio— se ve confrontado por una escena mínima: una mujer que se lanza al Sena en una noche oscura, mientras él no hace nada. No hay crimen visible. Nadie lo acusa. Pero algo se quiebra. Su corazón no ha olvidado ese silencio. Y a partir de ahí, cae: cae en la lucidez, en la autocrítica, en la ironía amarga de saberse un hipócrita más.
Ese es el poder de la memoria del corazón: nos persigue no para torturarnos, sino para llamarnos a una verdad más honda. Es una forma de conciencia que no necesita testigos. A diferencia del olvido racional, que puede justificarse, esta memoria afectiva no negocia. No responde al tiempo ni al argumento. No está hecha de lógica, sino de intensidad.
Vivimos en una cultura que glorifica el borrón y cuenta nueva. Nos repite que hay que "superar", "soltar", "sanar rápido". Pero Camus nos recuerda que hay experiencias que simplemente no se sueltan: se elaboran, se integran, se enfrentan. Y muchas veces eso implica mirar de frente aquello que el corazón sigue recordando, sin escapatorias.
La memoria del corazón no es enemiga del perdón, pero sí del autoengaño. Nos impide vivir anestesiados, nos obliga a aceptar que no somos tan inocentes como quisiéramos creer. Sin embargo, también nos humaniza. Nos conecta con una profundidad ética desde la cual podemos, tal vez, empezar a vivir con más autenticidad, con más humildad y, por qué no, con más compasión.
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