Un tema central de la Narrativa del Progreso Perpetuo es la noción de que somos más avanzados, cultos, sofisticados, privilegiados y evolucionados que ellos. Somos civilizados. Nuestra superioridad es evidente, y cualquier prueba de lo contrario tiende a pasar desapercibida en la historia.
Durante
sus primeros encuentros con los nativos que «descubrió» en las Indias
Occidentales, Colón quedó prendado de su amabilidad, generosidad y
belleza física. En una carta dirigida a los reyes de España, explicaba:
«Son muy simples y honestos, y extremadamente liberales con sus
posesiones, ninguno de ellos se niega a dar nada de lo que pueda poseer
cuando se le pide. Demuestran un gran amor hacia los demás antes que
hacia ellos mismos». En sus propios diarios se mostraba aún más
elogioso: «Son la mejor gente del mundo y sobre todo la más amable, no
conocen el mal, nunca matan ni roban […], aman a sus vecinos como a
ellos mismos y tienen la manera más dulce de hablar del mundo […],
siempre riendo». Unas páginas más adelante, en uno de los episodios más
escalofriantes de la historia, Colón escribió: «Serían buenos
sirvientes. Con cincuenta hombres podríamos subyugarlos y que hicieran
lo que quisiéramos».
La palabra «oro» aparece
anotada setenta y cinco veces solo en las dos primeras semanas del
diario de Colón. La obsesión del célebre explorador por la acumulación
de oro dio lugar a un sistema infernal según el cual a los indios que no
cumplían con la cuota de oro asignada se les cortaban las extremidades.
Poco les importaba a los europeos que en esas islas hubiera poco oro.
Tal y como admite el biógrafo Samuel Eliot Morison, que en todo lo demás
es un gran admirador de Colón, no había forma de escapar de los
maníacos europeos: «Se persiguió con perros de caza a los que huyeron a
las montañas, y el hambre y las enfermedades acabaron con los que
consiguieron escapar, mientras que miles de pobres criaturas
desesperadas ingirieron veneno de mandioca para poner fin a sus
miserias». Morison estima que un tercio de los trescientos mil taínos
perecieron en solo dos años, entre 1494 y 1496, y en 1508 la cifra de
supervivientes se había reducido a sesenta mil. En el transcurso de unas
pocas décadas apenas quedaban varios cientos de «la mejor gente del
mundo».
Christopher Ryan
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