domingo, 26 de octubre de 2025

 El Aleph y la incredulidad del mundo


Jorge Luis Borges contó una anécdota tan absurda como deliciosa:

> “Cuando estuve en Madrid alguien me preguntó si yo había visto el Aleph. Me quedé atónito. Mi interlocutor —que no sería una persona muy sutil— me dijo: ‘Pero cómo, si usted nos da la calle y el número’. ‘Bueno’, dije yo, ‘qué cosa hay más fácil que nombrar una calle e indicar un número’. Entonces me miró y me dijo: ‘Ah, de modo que usted no lo ha visto’. Y me despreció inmediatamente; se dio cuenta de que yo era un embustero, un mero literato”.

La escena es puro Borges: un espejo dentro de otro espejo, un juego donde la realidad y la ficción se confunden hasta volverse indistinguibles. El hombre que lo interroga trata el Aleph —ese punto donde se contempla el universo entero— como si fuera una atracción turística, un sitio con dirección precisa al que uno puede ir a “verlo en persona”.

Borges, con su ironía elegante, le sigue la corriente. Pero el otro, incapaz de entender la naturaleza de la imaginación, termina juzgándolo: lo acusa, nada menos, de no haber visto aquello que él mismo inventó.

Ahí está la genialidad del episodio: Borges se ríe de sí mismo y de la eterna confusión entre el creador y su creación. El suceso, tan breve como revelador, parece una parábola sobre la incredulidad del mundo moderno: solo creemos en lo que puede tocarse, fotografiarse o venderse con boleto de entrada.

El Aleph, en cambio, exige algo que ya casi nadie practica: fe en la imaginación.
Y quizá por eso Borges sigue siendo, más que un escritor, un testigo de lo invisible.

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