El Aleph y la incredulidad del mundo
Jorge Luis Borges contó una anécdota tan absurda como deliciosa:
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“Cuando estuve en Madrid alguien me preguntó si yo había visto el
Aleph. Me quedé atónito. Mi interlocutor —que no sería una persona muy
sutil— me dijo: ‘Pero cómo, si usted nos da la calle y el número’.
‘Bueno’, dije yo, ‘qué cosa hay más fácil que nombrar una calle e
indicar un número’. Entonces me miró y me dijo: ‘Ah, de modo que usted
no lo ha visto’. Y me despreció inmediatamente; se dio cuenta de que yo
era un embustero, un mero literato”.
La
escena es puro Borges: un espejo dentro de otro espejo, un juego donde
la realidad y la ficción se confunden hasta volverse indistinguibles. El
hombre que lo interroga trata el Aleph —ese punto donde se contempla el
universo entero— como si fuera una atracción turística, un sitio con
dirección precisa al que uno puede ir a “verlo en persona”.
Borges,
con su ironía elegante, le sigue la corriente. Pero el otro, incapaz de
entender la naturaleza de la imaginación, termina juzgándolo: lo acusa,
nada menos, de no haber visto aquello que él mismo inventó.
Ahí
está la genialidad del episodio: Borges se ríe de sí mismo y de la
eterna confusión entre el creador y su creación. El suceso, tan breve
como revelador, parece una parábola sobre la incredulidad del mundo
moderno: solo creemos en lo que puede tocarse, fotografiarse o venderse
con boleto de entrada.
El Aleph, en cambio, exige algo que ya casi nadie practica: fe en la imaginación.
Y quizá por eso Borges sigue siendo, más que un escritor, un testigo de lo invisible.
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